En la habitación de al lado


Asomarse a los rincones que habitó da la dimensión del profundo vacío provocado por su marcha: la verdadera medida de las personas es la del hueco que dejan cuando se van, leí en algún lado. 

Existe un antes y un después en la pérdida de un ser querido. Aunque el tiempo cicatrice, la sutura sigue bien visible como en el rostro del corsario. Esa ausencia -el angustioso silencio, la agobiante desaparición física-, es una experiencia impar, una poderosa vivencia que apunta a los sentimientos más hondos, aquellos que brotan de la sima íntima y contribuyen tantísimo a comprender de qué va la vida. No hay mirada igual a las cosas desde que alguien amado emprende su viaje hacia ese lugar que todos alcanzaremos algún día, porque lo que hasta entonces era algo consabido, pero teórico, se convierte de repente en un asunto descarnadamente real. 

“Ahora ya lo sabe todo de ti”, me comentó cariñosamente un buen amigo en su funeral de hace un año. Esa certidumbre, unida al convencimiento de que tengo ya “en la otra orilla” a un aliado fiel que me esperará cuando llegue, que me extenderá generosamente su brazo para ayudarme en esa hora decisiva, son argumentos de los que me sirvo para traducir el intenso dolor en una de las mejores oportunidades que se me han presentado, porque confío que los que nos dejan se van a un mejor sitio, a esa “habitación de al lado” a la que se refiere san Agustín, a las serenas y verdes praderas de las que hablan los textos bíblicos.

Al cabo de un año, aquí seguimos. Cada uno en su espacio. Unos han llegado o llegarán y otros partiremos o partirán. Todo marcha como si siguiera al mando quien se fue, que no dudo que nos continúa guiando desde donde está. Como los que nos sucederán van a hacer en su momento, con plena seguridad. Esa es la fundamental e insondable ley de la vida -la risa y el llanto, la dicha y el quebranto, los dos materiales que forman mi canto, como interpreta con sencilla ternura Violeta Parra-, una regla que sin embargo se nos escapa de entre las manos como el agua, sin dejarnos contemplar su colosal grandeza, mientras nos consumimos ocupándonos de triviales memeces o en hacernos daño por medio de bobadas irrelevantes.
Gracias a la vida, por habernos dado tanto. Siempre.

Javier Junceda


Jurista.

 
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