Modernillos

Desfile de moda.
Desfile de moda.

Un buen método para medir la calidad de las personas consiste en observar su grado de aceptación de las modas. A mayor rapidez y embeleso en esa adaptación, peor nivel. La incesante frecuencia con la que se suceden hoy las innovaciones estéticas o de comportamiento permiten detectar a multitudes que mudan su aspecto cada dos por tres. En el asunto capilar, por ejemplo, son muy visibles estos cambios, que van desde las barbas de chivo al rapado integral en cuestión de semanas.

Que esto suceda en unos tiempos en que no encuentras a nadie que no tenga su máster en algo, da que pensar. Aparte del déficit formativo de la enseñanza actual, centrada en la pura instrucción y en la ausencia de valores -algo que ya predijo C.S. Lewis que solo generaba demonios inteligentes-, está la presión extraordinaria de un mercado que precisa de esas víctimas propiciatorias para su crecimiento, convirtiéndolas en sus muñecos de trapo. El resultado es un tropel de ciudadanos sin demasiado criterio que abrazan las novedades de inmediato, sean del tipo que sean, como si son de ninguno.

A este sombrío panorama cabe añadir la acentuada tendencia de considerar a lo tradicional o clásico como demodé, arcaico o rancio. Esto conduce a algo bastante más profundo y delicado, que ya padecemos en Occidente, y que guarda relación directa con la preferencia hacia el cambio por el cambio, en lugar de la conservación de lo que merece la pena ser conservado, que es lo que por cierto tratamos de hacer cada uno en nuestras casas.

Esa progresiva penetración del progresismo entendido como una fascinación hacia lo que viene o puede llegar, desplaza hoy a todo aquello que ha venido sedimentándose a lo largo de los años y que tantísimo nos ha costado lograr. En una desdichada adolescencia colectiva, preferimos la mudanza a la permanencia de lo que hemos comprobado que funciona y que resulta disparatado desmantelar. Incluso la propia evolución se ha visto empapada de ese espejismo tan extendido, sin reparar que no siempre se hace preciso alterar las cosas que marchan bien, sino solamente cuando mejoran objetivamente lo existente.

Las consecuencias que algo así proyecta en las naciones en las que tiene la desgracia de suceder, son incalculables. Para empezar, alcanzan bien pronto al electorado, seducido por ilusiones que encadenan supuestos avances tantas veces inocuos, porque cualquier cosa es ahora mejor que seguir como estamos, aunque vayamos razonablemente bien. Las opciones que defiendan aquello que ha supuesto llegar donde estamos y sostengan su prudente mantenimiento o consolidación, sin acogerse a esa fantasía infantil del cambio por el cambio a cualquier precio, enseguida son arrinconadas por reaccionarias o retrógradas, pese a que se asienten sobre cimientos sólidos y más que justificados.

De ahí que el modernillo sea mucho más que un pobre hortera. Es la constatación gráfica de que nos hemos convertido en unos advenedizos de cuidado, que no sabemos separar el polvo de la paja y que nos subimos al primer carro que pasa, sin comprobar antes si tiene bueyes delante.

Menudo reto tenemos por delante para liberarnos de esta odiosa inclinación social que amenaza no solo al buen gusto, la elegancia o el sentido común, sino al desarrollo mismo de las corrientes conservadoras, envueltas hoy en una desorientación morrocotuda precisamente propiciada por unos modernillos que también lo son, aunque no se enteren.

 
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