No sin mi chuletón

Escena de una de las 'vigilias veganas' recientes.
La integrante de una 'vigilia vegana' acariciando a un cerdo.

        Les supongo enterados de esas imágenes de grupos de personas deteniendo a los camiones cargados de cerdos, vacas o gallinas a la entrada de los mataderos, para despedirse de ellos. Pensaba yo que se trataba de amantes del rosbif, de los callos o del picadillo, pero no: son gentes que practican las llamadas vigilias veganas, que aparentemente consisten en dar biberones a estas criaturas, acariciar sus hocicos o picos desafiando un bocado, abrazarles sin importarles el hedor que desprenden o compartir selfies en las redes cariacontecidos o llorando, tras emplear a todo trapo los flashes de sus móviles para evitar el desasosiego animal que denuncian. El tratamiento informativo que se está dando a este extravagante luto anticipado apunta a que más pronto que tarde nos quitarán de la carta de los restaurantes el chuletón, el cachopo o el entrecot, porque estas cosas tardan poco en llevarse a las leyes en este tiempo crepuscular que nos toca vivir.

        Ni tan siquiera implantando una dulce eutanasia al ganado se resolvería este singular asunto, porque quienes solo quieren comer puerros crudos están empeñados en condenarnos a los demás a que hagamos lo propio, en lugar de dejarnos catar de los animales hasta sus andares. Persiguen arrebatar la carne de nuestra dieta tradicional, y por eso la acabaremos consumiendo encerrados en algún sombríosótano ocultos a la mirada de la férrea policía carnívora que se avecina. En un abrir y cerrar de ojos, los boletines comenzarán a levantar serios impedimentos jurídicos al bistec e incluso al pescado, porque los que insisten en convertir al hombre en herbívoro no pararán hasta lograr que este se comporte como un rumiante.

        Ya da igual que el género humano haya sido desde siempre omnívoro, que necesitemos las proteínas o aminoácidos de la carne para vivir o que nuestras características anatómicas estén vinculadas a su digestión: entre estos peculiares movimientos y sus satélites mediáticos e ideológicos, les queda un telediario al pepito de ternera o a las costillas asadas. Las consideraciones antropológicas o fisiológicas sobran en nuestros días, porque colectivos de ciudadanos de diverso jaez, especialmente jóvenes, siguen empeñados en reescribir la realidad y hacerlo, además, sobre bases propias de un cuento sin plumas de Woody Allen.

        Quienes se obstinan en impedir que nos demos un buen homenaje de solomillo de carne roxa asturiana o de capón de Villalba, me huele que son los mismos que patrocinan que se pueda elegir el sexo a corta edad, lo cual, además de un desvarío recio, constituye una grotesca incoherencia, porque resulta que se puede cambiar de género, pero no elegir más plato que la lechuga y la verdura sin cocción. Hasta ahí podíamos llegar, lo siguiente va a ser quitar los documentales de fauna salvaje de después de comer de la televisión, esos que tanto han contribuido a favorecer la digestión y la siesta a millones de españoles durante décadas.

        De todas formas, ahora que estas pintorescas tendencias sociales comienzan a encontrar enfrente otras de signo contrario, no es descartable la coexistencia en un futuro próximo de vigilias veganas junto a alegres verbenas al recibir a las reses que van camino del matarife a convertirse en hamburguesas. Entre unos y otros cada vez quedará menos espacio para la normalidad.

        Mientras tanto, dispongámonos a disfrutar en la cazuela de lo que nada, corre y vuela, antes de que cualquier día nos obliguen a pastar hierba estos que hasta ahora pensaba alguien que conozco, con muy mala idea, que solo querían fumarla.

Javier Junceda

 
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