Pedro Serrano

Robinson Crusoe.
Robinson Crusoe.

En la Europa quinientista no se hablaba de otra cosa. La hazaña del marino español Pedro Serrano en el Caribe llegó hasta la corte del emperador Carlos y de ahí se extendió como la pólvora por todo el continente. Capitaneando un viejo patache de pabellón real que unía Santa Marta con La Habana, una tempestad le sorprende en plena noche dejándolo a merced de los elementos, embarrancando finalmente en el arenal de un minúsculo cayo a ciento treinta millas de tierra firme. En ese islote inhóspito y desconocido hasta para las cartas de navegación pasará don Pedro ocho largos años, de 1526 a 1534, hasta que un galeón en la ruta a Cartagena de Indias divisa sus señales de humo y lo rescata.

En el Archivo General de Indias, en Sevilla, se conserva el manuscrito en el que este valeroso hombre de mar, de posible origen cántabro, relata de su puño y letra su angustiosa odisea. Los primeros tres años se los pasó Serrano sobreviviendo penosamente a la adversidad, desnudo, alimentándose de peces, aves y moluscos crudos o dorados al sol y bebiendo la sangre de las tortugas cuyos caparazones le servían también de aljibe para recoger las aguas pluviales que regaban su forzada morada. Los cinco años siguientes los pasó en compañía de otro náufrago, pero en idénticas condiciones de heroica subsistencia. Cuentan que en el diminuto atolón donde protagonizó esta gesta, bautizado desde entonces en su honor como La Serrana, se encontraron con los años los restos de la atalaya levantada por don Pedro para otear cada día su vana esperanza de salvación en el horizonte y poder guarecerse de los huracanes, tan frecuentes en la zona en verano y otoño.

Las andanzas de nuestro personaje se difundieron por el ancho mundo durante siglos hasta que llegaron a oídos de un mercader de vinos londinense que andaba por Cádiz, llamado Daniel Defoe. Al parecer, la epopeya le causa tan honda impresión que decide basar en ella la que aún hoy es considerada como la primera novela inglesa y una de las más universales obras de aventuras, Robinson Crusoe, aunque hay quien sostiene que la historia puede estar inspirada igualmente en un navegante escocés perdido a su suerte en similares circunstancias en una lejana isla del Pacífico chileno.

La sobrecogedora peripecia de Serrano, merecedora de inolvidables pasajes del Inca Garcilaso o de Salgari, sería estudiada en los colegios por los niños, daría nombres a las calles y plazas o las conservarían en su imaginario colectivo sociedades diferentes a la española. Aquí, por esa estúpida fracasología tan nuestra y tan magistralmente descrita por Elvira Roca, resulta una quimera rescatar hombradas como esta, que tendrían sin duda que recordarse en cada rincón del país y en cada familia. Si don Pedro Serrano hubiera sido súbdito de cualquier otra nación, nos sabríamos al dedillo las discusiones que mantuvo con su compañero de fatigas al final del naufragio, lo que hacía para evitar quemarse la piel, o cómo se las ingenió para hacer fuego. Pero aquí ni se sabe a ciencia cierta de dónde era ni otros muchos interrogantes de su vida, que si conocemos que culminó desdichadamente en Panamá camino del Perú cuando se disponía a disfrutar de los cuantiosos bienes con que le obsequió el rey Carlos I por su gran proeza.

Recuperar la olvidada figura de don Pedro Serrano no es solo honrar a un héroe del pasado, como tantos otros, sino hacerlo con alguien que encarna las capacidades y talentos que desde siempre nos han caracterizado, presididas por la férrea resiliencia y audacia aun en los peores momentos. Su ejemplo, por ello, nos puede servir de mucho en estos tiempos recios que nos toca vivir.

 
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