Cuando la política estorba

Ni propuestas sensatas para crecer o generar riqueza, ni ideas que puedan hacernos avanzar como sociedad: importa solamente lo secundario, lo cosmético, los asuntos que debieran haber quedado sepultados por la historia, o la disputa pueril propia de las asambleas universitarias.

El “pueblo”, al que tanto apelan algunos, lo que quiere es trabajo, seguridad y prosperidad. Y para eso se requieren políticas que ayuden al crecimiento de las empresas, de los autónomos y de los profesionales. Todo lo demás está también muy bien, pero lo principal es esto: futuro. Por eso, urge que nuestros representantes se ocupen más pronto que tarde de aquellas medidas que nos sitúen en una senda de progreso sostenido, que permita que nuestros jóvenes no deban emigrar y que podamos detener el grave deterioro demográfico que nos abate.

Tenemos que enfrentar ya ese reto, porque no nos queda otra. Y lo debemos hacer a partir de las fórmulas que han dado mejor resultado en el contexto internacional, ligadas a la potenciación de la libertad personal y de empresa, en un entorno, también, de protección social. Este objetivo es enteramente alcanzable, porque nuestra historia es una cadena de éxitos frente a las adversidades, de modo que no cabe más que ser optimistas. Hemos superado severas calamidades como nación, algunas recientes, y somos un ejemplo de fortaleza y capacidad para salir de verdaderos atolladeros.

No tengo nada claro que existan remedios muy diferentes sobre lo que conviene hacer para garantizar un mañana más próspero. De las experiencias internacionales se desprende que únicamente funcionan las políticas tendentes a generar riqueza por quienes lo deben hacer (los actores privados: empresas y particulares). No es posible mantener el Estado Social sin recursos, que provienen necesariamente de la actividad privada. Por eso, han de potenciarse los mecanismos para que el sector productivo crezca, porque ese será el mejor termómetro de la salud de un país. La fiscalidad, por ejemplo, debiera congeniar el férreo control del fraude con niveles soportables para las sociedades y las personas, entre otras razones para recaudar más. Tampoco parece lo más razonable que mantengamos el elevado número de empleados públicos que tenemos, cada vez resulta más difícil mantener. Esos servicios, salvo los que lleven aparejado el ejercicio de autoridad, pueden perfectamente prestarse por el sector privado, con intenso control administrativo además (como sucede con la gestión indirecta de tantas actividades públicas, por cierto subrayada por la normativa comunitaria como herramienta esencial de futuro, en la célebre Directiva de Servicios o Bolkestein).

La búsqueda del ánimo de lucro dentro del marco legal y la fuerza de voluntad personal son, en muchos países de nuestro entorno con economías saneadas, los ejes básicos de sus sociedades. Sostener esto en España hoy constituye una barbaridad, sobremanera en estos tiempos presididos por el lenguaje políticamente correcto que solo habla de lo social sin decirnos de dónde saldrá el dinero para costearlo.

O nos ponemos pronto manos a la obra para trabajar en estas ideas, o vendrán pronto a recordárnoslo desde Bruselas, mientras que aquí seguimos hablando que si galgos o podencos.



Javier Junceda (Oviedo, 1968). Jurista. Profesor de Derecho Administrativo. Abogado. Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y de Número de la Real de Jurisprudencia de Asturias. Académico Correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Doctor Honoris Causa en Derecho por cuatro universidades y profesor honorario o visitante de otras seis. Autor de más de un centenar de publicaciones jurídicas, participa en numerosos programas formativos. Articulista de opinión en diversos medios de comunicación.


 



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