El nuevo orden mundial

Edificio de Naciones Unidas.
Edificio de Naciones Unidas.

Occidente está en inferioridad de condiciones en el nuevo orden mundial: los dos principios -democracia y capitalismo- han caído en el desprestigio y no hay valores que los sustituyan. San Juan Pablo II apeló muchas veces “a las raíces cristianas de Europa”.

Cada diez años, más o menos, “toca hablar de este tema”, recurrente desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos forjó un nuevo orden mundial con dos valores: la democracia como sistema y el capitalismo como modelo económico. Nada mejor que dejarlo por escrito cada cierto tiempo: lo hizo en 2009 Fareed Zakaria con “The post-American World” y le siguieron Henry Kissinger (“World Order”, 2014) y, más recientemente, Richard Haass con “A world in disarray” (2018). Recién llegado a mis manos: “US–China Relations in the Age of Globalization” de Guobin Yang y Wei Wang (Mayo, 2021)

De los Acuerdos de Bretton Woods de 1944 surgieron instituciones que subsisten hoy y a las que algunos otorgan un valor absoluto como -por poner la distancia del tiempo-, en el siglo XII los cristianos consideraban a “Jerusalén el centro del mundo” (desde 1.099 con la Primera Cruzada, hubo en Oriente Medio un reino cristiano, hasta 1.291 con la caída de Acre) y miraban a Roma como EL punto de referencia, al igual que los musulmanes suníes dirigían su mirada al Califato de Damasco (Siria) y los chiíes al Califato de El Cairo (Egipto). Entonces, la religión dictaba la forma en que las personas vivían, por contraste con la vida en Occidente tras la Paz De Westfalia (1648), que acaba con las guerras de religión en Europa.

Tres siglos después, en 1948, Occidente vive en democracia y capitalismo y Oriente con el comunismo soviético y el chino. Este orden mundial se mantuvo 70 años, hasta la desaparición de la Unión Soviética (1991). EEUU se convierte en la única superpotencia mundial que exporta democracia y capitalismo por el mundo. Las tecnologías de la información e Internet ayudan a, como escribió en 2005, Thomas Friedman, parezca que “el mundo es plano”, porque la globalización se extiende a la velocidad de la luz.

China es un gigante aparentemente dormido, que copia lo mejor de Occidente y lo replica en sus fábricas a un coste muy inferior. Y, cuando América se embarca en las Guerras de Oriente Medio tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, China aprovecha para fortalecer su economía con su modelo económico de “capitalismo de estado”. Entre 2001 y 2021 hay un cambio fuerte en el mundo. América pierde el equilibrio en Iraq y Afganistán. Las tecnologías de la información, con Apple, Google, Facebook, Amazon y Microsoft se convierten en “bienes absolutos” que, para muchos, sustituye a la religión, a falta de ayuda en la política. Y China crece y se atreve a plantar cara a EEUU en el Pacífico, en África y hasta en suelo americano, porque las empresas tecnológicas chinas (Ant de Jack Ma y Alibaba Group, Tencent con WeChat y WeChat Pay; Huawei, Baidu y Xiaomi) le amargan la vida a sus competidores americanos y europeos y se convierten en un problema de seguridad nacional para Occidente.

Sin embargo, Occidente está en inferioridad de condiciones en el nuevo orden mundial: los dos valores -democracia y capitalismo- han caído en el desprestigio y no hay valores que los sustituyan. San Juan Pablo II apeló muchas veces “a las raíces cristianas de Europa” y, a Dios gracias, su palabra y su ejemplo inspiraron a líderes mundiales (Ronald Reagan, Margaret Thatcher) y a cientos de millones de personas. Desgraciadamente, el nuevo orden mundial no quiere contar con la religión. En Rusia, sí, porque el estado impulsa a la Iglesia Ortodoxa mezclando la religión con el patriotismo y, de hecho, Rusia, se ha saltado el patriotismo para irse al directamente al fuerte nacionalismo. Expansionista, como hemos visto: en 2008 invadió Georgia, por ejemplo, y sus relaciones con Ucrania no son peores porque Kiev tiene 1.500 misiles nucleares de la antigua URSS y, aun así, en 2014, invadió Crimea. En 2021, pensábamos que Rusia y Ucrania llegarían a las manos, hasta que el Kremlin retiró sus tropas de la frontera.

Los dirigentes chinos actuales también son muy nacionalistas. Amalgaman el fuerte orgullo patrio que les lleva -desde hace 3.000 años- a despreciar y ningunear a vietnamitas, coreanos del norte, gentes de Laos y Cambodia, etc…, con el comunismo que, allí, desde 1949 con Mao y hoy con Xi Jinping, es muchísimo más fuerte e intensa que la paupérrima influencia del cristianismo en Occidente, que vive una crisis de identidad y gentes e instituciones varias nos colocan cosas, que nos venden como normales, pero que, estadísticamente, son anomalías.

Del coronavirus, mejor ni hablar

En consecuencia, nuestro nuevo orden mundial estará conformado en gran parte por tres tendencias que ya se habían puesto en marcha mucho antes del coronavirus, pero que, sin embargo, se han acelerado en la pandemia actual: desglobalización, aumento del populismo y nacionalismo, y una China ascendente.

Desglobalización. La víctima conceptual más grande de la pandemia del coronavirus es la cadena de suministro "just in time" que ha apuntalado la globalización durante la mayor parte del siglo XX. Extraordinariamente eficiente y construido para el crecimiento, es incapaz de funcionar cuando las fronteras están cerradas y la gente está dispersa, cada uno en su casa. Las empresas destacadas para garantizar la rentabilidad después de este impacto deberán encontrar formas de reducir la mano de obra y avanzar hacia una mayor automatización, socavando las ventajas de las ubicaciones de mano de obra de bajo costo. Mientras tanto, un aumento masivo en el desempleo global, junto con nuevas asociaciones público-privadas desarrolladas para combatir el coronavirus, presionarán para garantizar una mayor creación de empleo en "casa". Sucede en Estados Unidos -primero con Trump y ahora con Joe Biden- donde la presión por reducir el desempleo es enorme. Y que los norteamericanos culpen a China de la deslocalización de trabajadores, desde las fábricas norteamericanas a las chinas, no es nuevo, ni fue invención de Donald Trump: comenzó con el presidente George Bush y continuó con Barack Obama, Trump y, ahora, Biden.

 

Entonces, el desacoplamiento en la economía global que ya se ha visto en el sector de la tecnología con la lucha entre Estados Unidos y China por temas como Huawei y 5G se extenderá a la fabricación y los servicios en general. El turismo y “viajes” serán uno de los últimos sectores en recuperarse -para desgracia de España, que los necesita ya-, dada la falta de coordinación de políticas y los continuos brotes de coronavirus, hasta que finalmente se desarrolle una cura para Covid. Todo lo cual implica un nuevo giro en la trayectoria, alejándose de la globalización, que es el cambio estructural más significativo en la política mundial desde que comenzó la era de la posguerra (1946).

En segundo lugar, el populismo y el nacionalismo crecientes. Las fuerzas antisistema ya habían estado en ascenso cuando la economía global se estaba desempeñando comparativamente bien, tras la Gran Recesión de 2007-2014. Esto se intensificará significativamente a raíz de la peor crisis económica en generaciones, a medida que grandes proporciones de clases medias y trabajadoras ya vaciadas, se vean privadas de sus derechos a causa del desplazamiento y las redes de seguridad social fallidas a largo plazo.

En ese contexto, siempre hemos defendido en este Confidencial Digital la necesidad de la responsabilidad personal y organizada para hacer frente a los retos de la sociedad: alto desempleo de larga duración (necesidad de integrar laboralmente a colectivos desfavorecidos), atención a nuestros mayores (11 millones, la mayoría viviendo en soledad y con enfermedades), educación a niños sin recursos y formación a trabajadores que necesitan reciclarse para que la digitalización y la transformación digital no les dejen tirados. Ayuda a las familias sin recursos y lucha contra la pobreza: durante la campaña electoral en la Comunidad de Madrid un candidato de extrema izquierda “acusó” a una candidata -sita en el extremo opuesto de su ideología-, de “usted lo que quiere hacer es caridad”. La versión marxista de la caridad cristiana es la provisión de todo por parte del estado, que, como se vio en la Unión Soviética, es de todo menos un paraíso en la tierra. Caridad, sí. Estatalización de los servicios de atención a los más necesitados, es la aberración más ruinosa e ineficaz que ha inventado el comunismo. Que también es una excusa para desentenderse del que sufre “porque ya se ocupan los servicios sociales y el estado”. Gracias a Dios, hay instituciones como Cáritas (depende de la Iglesia Católica) y Fundación La Caixa que tienen por objeto hacer el bien en las comunidades locales y persona a persona.

Una polarización política más fuerte es más que esperable, aunque no deseable. Junto con las tendencias de desglobalización, veremos un impulso significativo de los movimientos políticos populistas y nacionalistas, en los mercados desarrollados y emergentes, en los próximos años.

Por último, China sigue en ascenso. La China actual es una superpotencia económica y, en los últimos años, también una superpotencia tecnológica: solo sabemos que los chinos hackean el Pentágono y las agencias de información y las grandes corporaciones norteamericanas, pero no que EEUU se la devuelva a los chinos “corregida y aumentada”. Antes de la crisis del coronavirus, nadie se habría referido a China como una superpotencia de “soft power”. Desgraciadamente, el relativismo moral en las democracias occidentales versus el sistema autoritario y capitalista de estado chino, hace que gobernantes de países como Canadá, Nueva Zelanda y Australia tiendan a considerar a China como un modelo atractivo al que aspirar a imitar. Aparentemente, no se entiende.

China todavía no está ni remotamente preparada para reemplazar a Estados Unidos como una superpotencia global, especialmente cuando se trata de proyectar fuerza militar en el exterior. Pero, después del coronavirus, China estará preparada para competir por el título de “campeón mundial”. Y, como antes dijimos, muchos países, incluidos aliados estadounidenses, escucharán el discurso chino con buena predisposición, también porque les da la excusa de hacer lo que les da la gana a sus gobernantes, dentro de una democracia, pero sin los controles democráticos: así lo ha hecho de manera radical Justin Trudeau en Canadá y la primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern.

¿Otra Guerra Fría?

Todavía es demasiado pronto para decir si salimos de la actual crisis del coronavirus con una nueva guerra fría entre Estados Unidos y China. Pero es una posibilidad real: la trayectoria de las relaciones entre las dos economías más importantes del mundo -a largo plazo- apunta al enfrentamiento.

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