Desde la perplejidad pero con amor

A veces los hijos olvidan o valoran poco la ilusión con la que unos padres vivirían determinadas situaciones personales. No diré que sea falta de respeto, pero a veces se aproxima bastante. Miramiento, consideración, deferencia. Por amor, por cariño, por edad, por ser padres… Nada de esto es una cuestión trasnochada. Los hijos, que tanta educación en el trato personal reclaman de sus jefes en el trabajo, y con razón, a veces olvidan que deben el mismo trato considerado a sus jefes. A veces olvidan que, siendo regidores de sus propias vidas en el trabajo y también en su familia, también deberían ser más considerados hacia sus padres. El “es mi vida” es muy importante, porque cada cual debe dirigir sus pasos hacia donde crea conveniente para su felicidad… y para las de los demás.

Afortunadamente, vivimos tiempos en los que los padres no imponen unos estudios universitarios o una carrera profesional. Tiempos en los que los padres no imponen, aunque lo necesiten, el trabajo en un negocio familiar. Tiempos en los que los padres no imponen matrimonios. Afortunadamente, repito. Pero son tiempos, al menos en este mundo occidental próspero y podrido a la vez, en los que los hijos han sacralizado el yo en aras de una libertad sin algunos límites considerados de siglos pasados. Es verdad que nociones como el decoro han cambiado notablemente. Incluso las muestras de respeto social se han modificado sustancialmente. En la familia, por ejemplo, no es nada frecuente emplear el usted de hijos a padres, de yernos a suegros… Como en otros órdenes de la vida, al fin y al cabo, todo eso son convencionalismos accesorios. Son convencionalismos acordados por la costumbre, por la tradición, y por eso mismo van cambiando. Son convenciones cambiantes que lubrican las relaciones. Pero lo que no cambia, y malo si lo hace, es el sustrato, es el cimiento que justifica las relaciones humanas aunque con modas más o menos cambiantes. Lo importante de un buenos días no es la frase, ni el quedar bien, ni la costumbre, sino el deseo de que el otro disfrute de un buen día. Lo importante de ceder el lado interior de la acera o el asiento mejor a una madre no es seguir unos buenos modales que antes se enseñaban en casa y en el colegio (y ahora casi en ningún sitio), sino el respeto y el afecto que lleva a dar lo mejor al otro. El hábito no hace al monje, pero ayuda.

Que los hijos tengan en cuenta la opinión de los padres acerca de asuntos vitales no significa que los hijos terminen haciendo lo que quieran sus padres. Simplemente, que procuren que sus obras no causen dolor a los padres. Más aún, que esas obras alegren a sus progenitores. Hay situaciones inevitables en la vida, pero otras lo son, o las podemos trasladar en el tiempo, de modo que puedan ocurrir de otro modo. Eso lo podemos hacer todos en esos momentos no inevitables. Padres e hijos. Si lo que hoy puede agradar, mañana no, ¿por qué no hacerlo hoy? Y viceversa: si algo puede entristecer hoy y sin embargo mañana o dentro de cuatro ser causa de una gran alegría, ¿por qué no retrasarlo? Aun a coste de algún inconveniente personal. No hablo de hechos triviales. No hablo de ir al cine o de ponerse unos pantalones. No hablo de comprar o alquilar una vivienda. Estoy hablando de hitos en la vida de toda persona. Estoy hablando incluso de cómo anunciar ciertas situaciones. Conozco el caso de un hijo que anunció a sus padres que en breve serían abuelos. Pero lo hizo a través de un mensaje con el teléfono móvil. Unas palabras acompañadas de dibujitos. Se lo pudo decir personalmente ese mismo día, pero pensó que no pasaba nada, que sería más divertido... Esto me lo contó el padre, el futuro abuelo. Y se preguntaba, me preguntaba, si no merecían como padres una conversación cara a cara, cálida, alegre, anunciando la buena nueva. “No soy un colega, soy su padre”, me dijo entristecido.

Antes de actuar, valoremos ventajas e inconvenientes, beneficios y perjuicios. Hacia uno mismo y para los que nos rodean, sobre todo, los más próximos. Padres e hijos. Por muy padre que uno sea y por mucho que a uno le apetezca algo en su vida, que también es suya, lo propio es valorar la conveniencia de adelantar, posponer, rechazar, decir, callar, hacer u omitir ese algo, por si pudiera ser poco considerado hacia sus hijos. Es decir, pensar en las consecuencias. En los demás.

Los hijos también deberían hacer ese ejercicio. A veces nos hacen vivir situaciones insospechadas. Está bien, porque aprendemos, pero caramba… La vida nos presenta ocasiones únicas, irrepetibles. Otras, no tanto. Como dice la canción, la vida son cuatro días y yo ya voy por el tercero… Y, salvo excepciones dramáticas y dolorosas hasta el infinito, ya vamos al menos por el tercero los padres que nos vemos hablando de estos temas… Vamos, que nos van quedando menos oportunidades para que nuestros hijos adultos nos regalen buenos momentos. He escrito estas líneas pensando en mis amigos padres y mis amigos hijos. También pensando en mí mismo como hijo. Y en mis propios hijos. Esta carta puede parecer un reproche triste. Lo es. Desde la perplejidad, aunque con mucho amor.

José Luis Hernangómez de Mateo

 
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