La Falange o los temas tabú

Si ya de por sí la guerra civil española vista desde la óptica -con perdón- del bando vencedor tiene la condena asegurada con el consiguiente acompañado del escepticismo, o del recurrente calificativo para el escritor de reaccionario, derechista o fascista, en el mejor de los casos; hay un tema que parece oscuro e intocable, o poco desarrollado con rigor hasta ahora, que es la Falange: “el fascismo español”, como algunos la han definido creo que sin la debida claridad.

Pero para hacer un juicio crítico y creíble, al investigar sobre la Falange no solo se debiera hablar de José Antonio, sino también de otros personajes destacados de ella y, fundamentalmente, de su masa militante, a mi entender poco analizada.

Y habría de tenerse en cuenta, y sobre todo, un hecho constatable que parece que se ha querido obviar, pero que provoca una reflexión objetiva e incontestable: moleste o no, los falangistas eran legión, esto es innegable, y sus filas estaban nutridas por gentes variopintas procedentes, al principio, de los más diversos estratos sociales, culturales e ideológicos de aquellos tiempos: ex-monárquicos, de ilusión republicana, obreros, estudiantes, intelectuales etc. 

Intervinieron decisivamente en la contienda, pero no eran extranjeros ni mercenarios. La inmensa mayoría no fueron de recluta obligatoria, fueron voluntarios, y escribieron sus correspondientes páginas heroicas al igual que los milicianos más revolucionarios e idealistas que pudieran darse en el sector republicano buscando, no cave duda ambos, el triunfo de sus ideales.

Y se debe decir, el movimiento rebelde surgido tenía en esta formación ciudadana, y en algunas otras, su tropel humano; luego habría que reconocer que también era ciertamente popular aquel levantamiento. No se concibe sino de qué otro modo pudiera haber triunfado en la cantidad de poblaciones y pueblos que triunfó sin ayuda de guarniciones militares. Y me parece que ahí esta el “quid” de la cuestión.

El interesado manejo de la historia escrita con sesgo impide que se reconozca, sin entrar en juicios ni ambages, que tanto en una parte como en la otra existió un verdadero torrente de españoles que empuñaron las armas y derramaron la sangre fraterna, por una bien distinta forma de entender la España que cada cual quería.

De cualquier modo, penden aún las preguntas curiosas entre una gran mayoría de las generaciones que no vivieron los hechos históricos: ¿Quiénes eran los Falangistas? ¿Fueron acaso unos ilusos engañados? ¿Unos tontos soñadores y románticos? ¿Unos imitadores del modismo fascistoide europeo? ¿Unos revolucionarios?... ¿Tan solo eran “señoritos andaluces”, siendo por contra tantos y de tan diversos sitios?

Pues lo que fueren; pero sin duda eran jóvenes y, lo que es incuestionable, murieron por sus convicciones y esto merece todos los respetos que se les puedan deber a los muertos habidos en las diferentes líneas de la triste discordia civil y cainita del 36.

Además, lo que resulta aparte del todo desconocido es que los “joseantonianos mas puros”, que fueron denostados por sus enemigos de armas, lo que a la postre es comprensible, fueron sobre todo anulados, silenciados y reprimidos por el propio franquismo, con el que se alinearon en las trincheras y al que dotaron de la primigenia base política, esa revolución nacional “pendiente” que tanto propugnaban.

 

Es cierto que en una ceremonia de confusión y de propia traición se les prodigó durante años un homenaje que gustó de ser “al anónimo”, “al ausente”, al caído sin epitafio siempre “presente”, identificándolo como adalid de un régimen que probablemente no era el que soñaron.

El mismo “ausente”,  abundando mas en el hecho bélico, antes de morir ejecutado a raíz de un proceso mas que nada político, de dudosa pulcritud, declaró no estar en condiciones de “juzgar a unos camaradas que en aquellos momentos estarían sabia o erróneamente dirigidos”, refiriéndose a la afinidad y colaboración o no de su gente con los insurrectos.

Pero también se ofreció a ir a Burgos para intentar acabar la contienda fratricida en ciernes. No es menos verdad, que los contrarios a la Falange de derechas e izquierdas se contaban por decenas, pero también sus admiradores: Prieto y Unamuno por poner ejemplos distinguidos, tildando el Rector a su jefe de “mente privilegiada y prometedora” entre los jóvenes políticos. O insinuando por más el socialista que le unían mas cosas de las que le separaban con Primo de Rivera.

Aún con todo, no se trata hacer glosa personal o general defensora de los falangistas o de la falange. Por estos días se cumplen 71 años de la fundación de este movimiento político español tan poco conocido en profundidad. Se estilan de nuevo las ediciones de nuevas obras sobre la guerra, sobre la “memoria histórica” que gustan de decir los retóricos. Y no se debe echar en saco roto la misma historia, bien es cierto, por crudas que resulten muchas de sus páginas.

Pero es necesario ser, con la altura de miras que nos da la perspectiva del tiempo, ecuánimes antes de emitir sentencias generales rotundas y condenatorias. No fue ninguno del todo perverso ni a la inversa. Lo peor pasa por admitir, no lo que ocurrió una vez terminada la contienda, que al cabo sí que fue si se quiere cuando poco hecho con frialdad y cálculo, e incluso con impiedad; sino lo acaecido antes y durante la confrontación. Es sobre esto sobre lo que debe abrirse un debate riguroso.

En uno y otro bando, aquí el dolor, hubo una serie de “emboscados” –cantidad-, que al abrigo de la cobarde y segura retaguardia cometieron los más siniestros desmanes y tropelías, sembrando de muerte paredones y cunetas sin justificación alguna.

Y no se salvan de ello los falangistas, o mejor dicho, los que vestían las camisas de su color, o del color que fuere en cada facción y circunstancia: tanto me dan azules o rojas que, al caso, fueron igualmente deleznables y cobardes sus crímenes.

Estas gentes y los que los mandaban fueron los únicos responsables de tanto llanto y tanto odio entre Españoles.

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