Plantar el árbol de la esperanza

Es hora de los buenos propósitos, de sentar la cabeza y de poner corazón. Yo me sumo a plantar el árbol de la esperanza. El clima es propicio y la desilusión mucha. Nos hace falta, cuando menos para orientarnos y para plantarles cara a los dioses de una cultura que pretende vendarnos los ojos para que no veamos la verdadera belleza, o atarnos las manos, para que no aprendamos a volar.

Es hora de los buenos propósitos, de sentar la cabeza y de poner corazón. Yo me sumo a plantar el árbol de la esperanza. El clima es propicio y la desilusión mucha. Nos hace falta, cuando menos para orientarnos y para plantarles cara a los dioses de una cultura que pretende vendarnos los ojos para que no veamos la verdadera belleza, o atarnos las manos, para que no aprendamos a volar. Una cultura que margina cualquier sueño, que incapacita para soñar el futuro, que se mueve en el terreno de la confusión para no hallarse con la verdad, margina cualquier razón de vida. Se han perdido tantas esperanzas en el camino, que ninguna persona puede resignarse a vivir atrapado en una historia en la que no es feliz. Las desigualdades se acrecientan porque el nivel de los valores, la actitudes de solidaridad durante todos los días del año, las motivaciones en favor de una justicia justa, y hasta las líneas político-sociales, están a ras del suelo. La corrupción es un fiel ejemplo de que todo vale en un mundo donde la perversión campea a sus anchas, donde el dinero negro y la actividad inmobiliaria son amores que fomentan la cultura del pelotazo.

Busco esa revolución que respete los derechos y la dignidad de cada persona humana. En lugar de sembrar el terror, ¿por qué no afanarse en hacer justicia? En repuesta a los mares de odio, ¿por qué no achicarlos con amor? Verdaderamente, una cultura que no fomenta la esperanza, que no es capaz de cortar de raíz las extensibles prácticas corruptas, que no se empeña en hacernos crecer por dentro, que para nada desarrolla nuestros instintos trascendentes y de capacidad para maravillarse, no vale la pena tener ministerio alguno ni administración. El lastre de la burocracia que no resuelve, frente a un Estado que pretende regularizarlo todo, causa decepción y descontento en vez de seguridad y optimismo. Merecemos un país más social, más de derecho natural, más de sentido común.

También nos merecemos unos gobernantes mucho más equitativos e imparciales. Todavía hay muchos gobiernos, en esta piel de toro de las nacionalidades y regiones, ineficaces hasta el extremo, torpes en la ejecución, indiferentes ante el bien común. Tienen el síndrome de la pertenencia al partido y no al Estado. La consecuencia de todo ello es bien palpable, lo único que cosechan en su hoja de servicios es la ineptitud para hacer frente a los grandes problemas, aquellos que ponen en entredicho valores de paz y justicia. No se pueden obviar los genuinos principios morales y éticos, ya que una democracia sin valores, bajo un clima de desconfianza y nula transparencia, es como un barco a la deriva. Falta esa gran revolución que avive al sosiego y donde la persona sea considerada el valor supremo. Que el Rey de todos los españoles cite la constitución y reconciliación como claves del progreso español, es una buena proclama y un buen propósito para empezar a tomar el sol de la esperanza, lejos de la mediocridad, de los clientelismos políticos que contaminan profundamente lo que es una actitud de vida, la democracia.

Hay cuestiones en las que no se puede perder el entusiasmo humano. Me refiero a defender la vida en toda circunstancia y momento, en favorecer la unidad familiar salvaguardando su identidad, en fomentar una educación en valores, en asegurar sistemas económicos más justos preocupándose por los grupos sociales más débiles, en cuidar la salud, el medio ambiente y la naturaleza. La nueva civilización, que se construye entre todos, ha de proporcionar buenas raciones de esperanza, y esto pasa por facilitar a cada persona lo que necesita para llevar una vida verdaderamente humana.  

Ciertamente, para no caer en la auto-redención, ante el aluvión de decepciones y derrotas, necesitamos llevar ilusiones en el alma. Sería absurdo no reconocer que se ciernen muchos peligros sobre nuestro futuro y muchas son las incertidumbres que nos acrecientan el pesimismo. La gran revolución de la esperanza pasa por rechazar los paraísos del consumo o las búsquedas exotéricas de espiritualidad, por huir del hombre autosuficiente y por aceptar que somos algo más que un cuerpo. Sólo existe un camino para la ilusión, el del amor De ahí nace la ternura, los afectos, la tolerancia, la bondad y tantas otras raíces que sustentan nuestra vida. Por ejemplo, ante el fenómeno creciente de las inmigraciones, no cabe otra atmósfera que fomentar una cultura de la acogida, o sea, una cultura de la esperanza.

En suma, la esperanza –como dijeron los sabios- es el sueño de los que están despiertos. En cualquier caso, siempre hay una primavera capaz de emocionarnos, sólo hay que salir a su encuentro con el corazón en la mano y estar lúcidos para poner todo el coraje en la búsqueda de un mundo crecido en humanidad y recreado en su belleza. El inicio de un nuevo año pone en el centro de la conciencia mundial un camino por recorrer, el 2007, y con ello un renovado anhelo; un esqueje de vida y un estímulo para crecer hacia un futuro de resultados imprevisibles. Todo va a depender del amor que pongamos al andar. Bajo este ánimo amoroso, confieso haber redactado mi carta a los reyes magos, y ante el universo poderoso, creador de los más bellos poemas, he solicitado el ministerio de la esperanza para todos los gobiernos del mundo. Creo que todas las personas tienen el derecho a tener cobijo en el árbol de la ilusión y el deber de cuidar este anhelo ¡A... plantar el árbol de la esperanza!

 

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