La niebla

J. J. Armas Marcelo tienen más verdad que un santo. Lo dejó sentenciado el pasado martes en su columna del ABC.

Algún lumbrera, ante la crisis económica mundial que zozobra las mentes más primorosas, dirá que la culpa la tenemos los pobres.

No ya los pobres ahorradores. Dirá, ése lumbrera, que la culpa la tienen los pobres, los pobres de toda la vida, los que soñaron un día con una tele de plasma. ¡Cuánta desgracia!

En las grandes ciudades la soledad se fabrica en las esquinas. Los solitarios se desnudan ante los escaparates. Las gaviotas en Madrid se han vuelto sedentarias y no hacen deporte; ni si quiera practican el chismorreo.

La crisis convierte en seres microscópicos a los tiburones blancos de ayer, de anteayer. Ya todos somos poca cosa.

Pero los tiburones de antaño, con ojos en blanco a la hora de morder, echan la culpa de su desgracia a los pequeños de toda la vida. La crisis económica no los hace más ecuánimes. La puñetera crisis les convierte en animales rencorosos, medrosos y llenos de rabia.

En “El caminante y su sombra”, Nietzsche escupe verdades y al mismo tiempo anhela la pérdida total de contacto con la realidad. “Antes de buscar al hombre hay que buscar una linterna. ¿Será necesariamente el cinismo dicha linterna?” El desgraciado teutón se convirtió con el devenir del tiempo en un vegetal.

Su locura es semejante a la que padece el pobre, que es acusado por ser pobre y por haber perdido sus pequeños ahorritos.

El hombre, asentado en el centro del universo –“vanidad de vanidades”-, no quiere mirar el decorado de una obra que, sin título, se estrena un día sí y otro también. La sombra se convierte en protagonista y el hombre de carne y hueso se pierde, languidece; hace mutis.

La crisis económica convierte en niebla los huesos de los paseantes. La calle, otrora la pasarela más variopinta, hoy es la trinchera en una nueva guerra mundial. Las ciudades, en apariencia intactas, tienen el famélico rostro de una criatura acusada y acusadora. E ahí la tragedia.