Bernini: Embajador de lo excelso para la Corona Española

Bastaría una rápida ojeada a los avatares del último lustro para arrancar a la piedra un estremecedor alarido como el que profiere ad eternum el Alma Condenada. Es precisamente este soberbio rugido petrificado uno de los tres huéspedes que nos reciben hasta febrero en El Prado.


Nunca llegamos en buen momento: es como si el cardenal Borghese acabara de dictar sentencia a las dos ánimas y cada cual estimase el propio veredicto a su modo. Beata resplandece ya nimbada de amor divino. La boca está entreabierta, la carne es redonda y suave y las extasiadas pupilas se pierden en la contemplación dichosa de la Gloria. En cambio, Dannata parece fuera de sí. Ante la visión del averno ruge horrorizada y el aullido le estalla como un obús en el rostro: Se quiebra la mandíbula, el cabello se retuerce, la piel se contrae y dos llamaradas de espanto habitan los ojos. Es entonces cuando accedemos a la sala sin que nuestros anfitriones nos adviertan. Bernini nos convierte una vez más en espectadores invisibles de un drama que se está desarrollando justo en ese instante. Y cuando lo contemplas, cuando asistes a él, no tienes dudas sobre cuáles eran las pasiones que fascinaban al maestro: el grito de Dannata engulle la habitación como un vórtice a lo desconocido. Fue su primer encargo documentado. Para modelarlo tal y como estaba en su cabeza, un Bernini de 21 años se plantó frente al espejo, respiró hondo y, sin más, se vertió cera hirviendo para encontrar el gesto de quien se asoma al patio del infierno. Una heterodoxia metodológica que pronto hizo leyenda: Corrió el rumor -completamente fundado- de que aquel joven escultor napolitano no exigía posar a sus modelos. Muy al contrario, les permitía relajarse, moverse y hasta los animaba a conversar con él mientras los esculpía:

-Pero si le hablo, no podrá retratarme con fidelidad...

-Eminencia, confíe en mí... ¿Cómo está la familia?


Scipione Borghese accedió a la esperpéntica demanda de su protegido con una mezcla de suspicacia y resignación. Pero, voilá. Resultado de aquel experimento fue el primer busto escultórico que no guarda silencio, que no mira al vacío, que cuestiona la piedra como materia inerte. Justamente, y como a la criatura a la que le anega el alma recién impuesta, aquella roca se abrió repentinamente a la altura de la frente del purpurado. Al advertirlo, Bernini solicitó permiso para demorar la entrega, se encerró en su taller y en apenas una quincena tenía lista una réplica exacta del original. Aquella anécdota, y la revolucionaria potencia expresiva con que retrató al sobrino de Pablo V, terminaron de encumbrarlo. Porque si algo buscaba la Roma del Concilio de Trento eran zurcidores virtuosos, capaces de enmendar con genio el enorme roto abierto por Lutero. La capital vaticana era entonces un enorme escenario en el que la Europa protestante y la católica se disputaban el foco. Esto sembró de inestabilidad las relaciones diplomáticas entre el papado y las diferentes coronas europeas. La muestra de El Prado evidencia cómo Bernini surfeó con astucia aquel contexto: el Arquitecto de Dios -gozó de la protección de hasta ocho pontífices- nunca dejó de recibir encargos de las dos naciones más enfrentadas por el favor de Roma en aquel tiempo: Francia y España.

Casi cuarenta piezas ilustran la relación de Bernini con nuestro país durante los reinados de Felipe IV y Carlos II. Como las dos ánimas, el bronce ecuestre de Carlos II o el análisis audiovisual de un accidentado proyecto para Santa María La Mayor: una formidable imagen en bronce del “Rey Planeta” de inspiración clásica y pose imperialista que hoy día encontramos al fin en el pórtico tras siglos sin ubicación definida. Otra joya, la primera biografía oficial de Bernini, un original firmado en 1682 por el reputado historiador Filippo Baldinucci.

Acierta la muestra al definir a Bernini como una suerte de cazador de almas, obsesionado con imprimir carácter, movimiento y emociones humanas a cada una de sus creaciones. Y no sólo en la escultura: baste recordar el fraternal abrazo de la Iglesia en su Columnata de San Pedro. O el trémulo ascenso del Baldaquino, cuyas portentosas columnas salomónicas parecen regocijarse emocionadas ante el misterio eucarístico.

Un artista total que no se conformó con dominar las tres artes mayores: también probó suerte como dramaturgo, escenógrafo, urbanista y hasta como diseñador de ceremonias.

Tan prolífica como su creatividad, su nómina de adversarios: destacó Borromini, quien maldijo hasta el último de sus días haber sido coetáneo del Miguel Ángel del barroco. Adalid de la Contrarreforma concibió imágenes que era imposible no adorar, como la Beata Ludovica o su obra maestra, El éxtasis de Santa Teresa, el mayor alarde jamás cincelado. Quienes hemos asistido a este espectáculo, a esta voluptuosa nube de prodigio, de infinitos pliegues y repliegues, a aquel sublime trance en Carrara; tampoco nos curamos de esta pasión -cáustica, aparatosa, febril- por Roma, toda ella un gigantesco bel composto del autor: La Ciudad Eterna de Il Cavaliere.

 

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