Brueghel, el invierno y la caza del hombre

El veranazo de San Martín que se repantingó por toda España y resto de Europa a mediados de noviembre cede al fin el okupadoprotagonismo a la inminente estación que, por pura incomparecencia del otoño, pide paso.

Así los que vivimos son ya días casi invernales (¡y paradójicos!), en los que nuestro mamífero interior nos induce a un letargo casi embrionario al que, sin embargo, solo pueden entregarse por entero los octogenarios en el autobús.

Son mañanas de rutina glacial, atascos humeantes, narices rojas y vidrios empañados, tardes cortas de manta y cafetera silbante, o de largos paseos perfumados de leña y mandarina. Días con sus noches de tirón de manta, enrosque gatuno y cumplida liturgia de vicks vaporub, y que muchos consumimos inquietos en la pueril esperanza de que, a la mañana siguiente, el espectáculo sea el que describiera Clarín en Doña Berta:

“Amanecía, y la nieve que caía a montones, con su silencio felino que tiene el aire traidor del andar del gato, iba echando, capa sobre capa, por toda la anchura de la Puerta del Sol, paletadas de armiño.”

Una bella descripción del embeleso que tan a menudo ejerce sobre el hombre (en particular sobre el sufrido espécimen urbanita) el fenómeno del frío y de la nieve. En literatura abundan los ejemplos de grandes novelas ambientadas en crudos parajes que entumecen el cuerpo y el alma: como los épicos inviernos de Dostoievski o Tolstoi. O como el que reinaba en las inclementes calles del Londres de Charles Dickens. O la desabrida Vetusta -por volver a Clarín- donde la melancolía de Ana Ozores regresaba puntual con las campanas de Todos los Santos, en la perspectiva “de otro invierno húmedomonótonointerminable, que empezaba con el clamor de aquellos bronces.”

Abundan las pinturas verbales, cautivadoras, desde tiempos pretéritos. Sin embargo, no encontramos una representación pictórica del invierno, en su más icónica concepción, hasta el siglo XVI. Su autor, Pieter Brueghel el Viejo. Su título, Cazadores en la nieve.

Hasta entonces el paisajismo había sido verde y primaveral, o no había sido. Porque a nadie podía interesarle aquel otro tiempo inclemente y enjuto, poco entretenido en cuanto a paleta cromática y que tan buenas migas hacía siempre con la muerte y la enfermedad. Brueghel, que años antes había conocido los primeros rigores de la Pequeña Edad de Hielo al cruzar los Alpes, se atrevió a desafiar el canon explorando a ciegas aquella estación inédita que muy al contrario era para él la definición misma de la exuberancia.

Cazadores en la nieve bien podría haber inspirado a Pásternak:

 

“Alrededor todo fermentaba, crecía y subía como por efecto de la levadura en la masa mágica de la existencia. El éxtasis de la vida, (...) avanzaba sin saber adónde, por la tierra y la ciudad, a través de los muros y las empalizadas, a través de la madera y el cuerpo, envolviendo en un estremecimiento todo cuanto encontraba a su paso”

Cómo no tuvo que ser la emoción que embargó a los contemporáneos de Brueghel al asomarse a aquel reino lácteo si todavía hoy resulta imposible dejar de mirarlo.

Resaltado por un cielo plomizo, el blanco señorea cada rincón y se extiende hasta los confines del óleo cuyos límites pretende rebasar con apetito imperial. O con legitimidad divina. Porque es una conquista mansa y silenciosa, a la que la pequeña ciudad se entrega casi con devoción. La nieve es el alimento celestial y la tierra abre el pico como un polluelo.

Para conducirnos a través de su luminosa quimera, Brueghel imaginó un punto de vista absolutamente audaz para la época, casi cinematográfico, que parte de la esquina inferior izquierda dejando al fondo la aldea.

Los protagonistas son un grupo de cazadores que acompañados de sus perros acaban de entrar en escena. Las huellas de los canes, las de los propios monteros y el sendero de árboles en primer término subrayan esta idea y el grupo (en el que quizá pretende ubicarnos el autor) parece en efecto dirigirse monte abajo.

Pero hay algo siniestro en ellos.

Si miramos a su alrededor, da la impresión de que una feliz rutina -maestros que se afanan en sus quehaceres, campesinos que portan leña, parejas y niños que juegan divertidos sobre el hielo- está a punto de ser interrumpida. Y en los árboles que saludan a los forasteros se posan ya los cuervos, o las urracas de mal agüero.

Porque en este cuadro lo que nos inquieta no es el frío pese a que en aquella época el invierno no era cosa con la que bromear. Muy en cambio se nos presenta cálido y hasta cierto punto, idealizado: la escena de los que juegan despreocupadamente en la lejanía, contrasta poderosamente con la emoción que nos transmiten los recién llegados.

Pero ¿por qué nos turban exactamente?

Si tenemos en cuenta que Brueghel era un convencido moralista aficionado a encriptar, sin renunciar al humor, toda suerte de enseñanzas en sus obras, no es descabellado pensar queCazadores en la nieve nos habla en realidad del invierno del alma: de las preocupaciones y angustias que tan a menudo nos asaltan como la fría estación, ocultándonos el sol de la vida.

Nos alerta del hielo psicológico, el que aguijonea el espíritu sin clemencia con sus mil y un alfileres: aflicciones a las que no hay que dar pábulo porque en realidad, casi siempre, están hechas de nada. Brueghel nos anima pues a festejar la vida justo como hacen los que se divierten confiados sobre el hielo -lo cual no deja de ser en sí mismo otra metáfora de lo quebradizo y precario de la vida- ya que en cualquier momento pueden presentarse las preocupaciones. Pero las de verdad.

Hay otra curiosidad importante en la obra de Brueghel y una vez más relativa a la representación del invierno. El holandés también fue pionero al plasmar escenas navideñas en esta estación. La Biblia no contiene mención expresa al tiempo en que Cristo nació, y fue en efecto la Iglesia la que estableció la Natividad en esta época del año. Brueghel lo llevó a término y nos regaló los primeros Christmas. Eso sí, a partir de episodios no tan amables del Evangelio como ocurre enCenso en Belén o en La matanza de los inocentes.

Un artista, en suma, especialmente interesante, discípulo de El Bosco, con el que compartía una imaginación prodigiosa -como él era capaz de concebir complejísimas escenas humanas que trasladaba directamente a la tabla, sin abocetar- e inexplicablemente poco reivindicado, con permiso de su Torre de Babel.

Tuve la oportunidad de conocerlo un poco más a través de su obra en una reciente visita alKunsthistorisches de Viena. Allí cuelga Cazadores en la nieve como un aviso eterno. Se acerca el invierno.


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