Una jaula de fieras

Tenía la necesidad de destruir las viejas convenciones, de desobedecer a fin de recrear la vida y un mundo liberado”Maurice de Vlaminck.


Estos días la política nacional se encamina a regañadientes hacia la abstracción y cristalización de las formas. Sobre el clásico tablero, veremos extenderse un cubismo político de supervivencia (no voluntario sino inescamoteable) en el que cada problemática, antes de ser resuelta, habrá de ser descompuesta de forma prismática, desplegada en toda su complejidad.

Justo como ocurría con aquellas plantillas de los cuerpos geométricos que usábamos en secundaria. Recordarán que solo después de muchas tardes de desesperación -recortándolas mal, pringando todo de pegamento, aplastando más de un prototipo y dando por imposible el icosaedro- lográbamos al fin la comprensión global de cada dichosa figurita. Pero oye, nada como el orgullo casi paternal que embargaba a uno al abrir la caja de zapatos para exhibir a los irregulares polluelos.

Esto es justo lo que se espera ahora de nuestra clase política. Que después de haber chalaneado un gobierno durante diez meses se ponga a trabajar pero, al fin, asumiendo que la realidad española arroja sombra y que habrá que estudiarla y manejarla con inéditas dosis de diálogo y entendimiento. Urge restituir a la sociedad sus dimensiones y dejar de despreciarla con la planicie del 'cojonudismo'

Sería además deseable que después de este año y medio de ravedesenfrenada despertásemos también los ciudadanos con toda la resaca y el mínimo de vergüenza para balancear el improductivo onanismo ideológico que nos ha conducido hasta aquí. Sin desechar el renovado entusiasmo por la política, esta vez nuestro papel debe (volver a) ser el de demandar a nuestros dirigentes algo de cotidiana, pedestre y antierótica gestión.

Por eso dicen que vuelve la calle, porque para el hooliganismo cromático es duro asumir que la fiesta terminó.

Aún tengo presente la bronca, casi de agarrar solapas, entre los diputados de Ciudadanos y Podemos: el epílogo demoledor de un tiempo del que quizá no haya que sacar tanto pecho. Imagen demoledora que hemos de sumar a tantas otras de infausto recuerdo, como las del magnicidio radiado de Ferraz o aquel lamentable “día de la banderita” en el Ayuntamiento de Barcelona.

De haber podido asistir a semejante galería de miserias, el crítico Louis Vauxcelles, habría revisado sin duda su espontánea definición delfauvismo. Colgados de la pared, estos españolísimos dos años y medio habrían hecho palidecer a los del Salón de Otoño de París de 1905. Pero por entonces, afortunadamente, jamás se habían contemplado salvajadas tan seductoras como las que se concitaron allí.

 

Porque la mirada se aturde al recorrer estos días las salas de la muestraLos Fauves, en la Fundación Mapfre, y uno puede hacerse a la idea del voluptuoso rapto para la retina que debió suponer aquella tempestad pictórica en los albores del nuevo siglo.

Solo fueron cuatro años de enajenación aunque suficientes para merecer la marchamo de primer vanguardismo. Los lienzos empezaron a gotear vida como si la fueran a prohibir: la pincelada se volvió frenética, los encuadres, insólitos; los colores, descarados, estridentes; y el precepto ambiental del impresionismo se reemplazó por una celebración del arte por el arte que rompía lazos con la realidad.

Como suele suceder con movimientos tan revolucionarios y genuinos, losfauves no formaban parte de un movimiento catalogado o con criterios definidos, aunque sí se puede rastrear en sus telas la huella del arrebatado dibujo de Van Gogh, el cromatismo apasionado de Gauguin o los contrastes parcelados de Cézanne. En los meses previos al salón parisino, el embrión de la nueva corriente se agitaba ya entre aquel mantillo como polluelo en el cascarón.


VENTANA ABIERTA EN COLLIOURE, MATISSE


Igual que había ocurrido con Signac, la luz mediterránea lamió la paleta de Derain prendiendo fuego a Colliure o Saint-Tropez, se coló por las ventanas abiertas de Matisse y su atmósfera vespertina bañó los puertos marselleses a ojos de Camoin o Marquet. La Costa Azul se convirtió aquel verano en centro de influencias, en el cronotopo definitivo, en musa y confidente de las bestias aún agazapadas.


EL RESTAURANTE DE LA MACHINE EN BOUGIVAL, VLAMINCK


Maurice de Vlaminck, fiera entre las fieras, no necesitó moverse de Chatou. Su pueblito de tejados rojos y cruzado por el Sena -que ya había cautivado a los impresionistas- bastó para despertar el apetito de este escritor ocasional de novela erótica que quería ser ciclista profesional pero que acabó conociendo a André Derain. Su vecino le mostró la obra de Van Gogh y aquel salvaje terminó convirtiendo la apacible villa francesa en un trasunto del Arlés febril y desbocado del holandés. Su empleo de los colores puros, la pincelada pulposa pero nervuda, siempre hambrienta de lienzo; y una factura temperamental e irreflexiva, son los rasgos que lo confirman como el más indómito entre los fauves.


BIG BEN, DERAIN


Menos saturado pero igualmente arbitrario en sus hábitos cromáticos es el estilo de Derain. Nadie concibió jamás un Londres tan colorido y vivaz. Una capital británica arrebolada y soñadora que vive un apasionado idilio con su reflejo en el Támesis, que conjura las brumas de la corrección y estalla en lágrimas amor propio.

Tendríamos aún que viajar a través de la insólita contención de Jean Puy, el estruendo sinestésico de Raoul Dufy o los arabescos de Othon Friesz. En la serie de L'Estaque de Georges Braque se dejaba ya oír el canto del cisne: el redescubrimiento de Cézanne, ergo; el orden, la esquematización, el fin del exceso.

El Salón de 1907 confirmó el viraje hacia el cubismo y la bengala de los fauves empezó a consumirse al ritmo que se enfriaban las paletas.

Se progresó en la independencia de la obra respecto de la realidad pero el dibujo y la geometrización de las formas robaron protagonismo al color hasta convertir los rugidos de la primera vanguardia en poco más que un mal sueño.

La lógica lleva a pensar que nuestro país despertará también ahora de su lisérgico affair multicolor para volver a acotar la flota de fieras democráticas a la pareja de Daoíz y Velarde. Aunque mucho me temo que en nuestro caso la fiebre leonina es de otra cepa, más “garrotil”, y que tardaremos aún en exudar nuestras señoritas de Avignon.

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