Libertad y secesión

El Derecho español no concibe que dos o más personas se puedan comprometer entre si de por vida. Si lo hacen, cualquiera de ellas podrá pedir en algún momento la resolución del vínculo que les une. Así sucede con los contratos de contenido económico o con el matrimonio. Las leyes entienden, pues, que la lealtad no debe ser eterna. La libertad, en cambio, sí debe ser absoluta, con el único límite de la libertad de los demás. En el plano político, esa libertad absoluta se llama soberanía y, en España, recae sobre el pueblo español, que puede decidir hacer lo que quiera con dicha libertad. No hay frenos, no hay cortapisas. Es más, el pueblo español podría decidir desaparecer y convertir las 19 comunidades autónomas en otros tantos estados soberanos. Es decir: hacerse el hara kiri. Eso sí, fuera de la Constitución. ¿Nos podemos escandalizar, por tanto, de que sea eso exactamente lo que pretende hacer uno de nuestros territorios?

Se podría decir que existe un nacionalismo objetivo y otro subjetivo. El primero exigiría que una población y un territorio tuvieran su propio Estado porque, históricamente, son diferentes. El segundo no se dignaría a entrar en disquisiciones históricas. Su razonamiento sería más simple: somos un grupo humano libre y tenemos derecho a decidir sobre nosotros mismos en cuanto individuos y en cuanto grupo. Lo único exigible es que su decisión no afecte a la libertad de los demás y ¿le afecta? No, podrían decir, perfectamente: ¿en qué os afecta que tengamos nuestra propia selección de fútbol?, ¿en qué os afecta que tengamos nuestra propia silla en las Naciones Unidas? Sí nos afecta, podríamos replicar, que ya no nos apoyéis económicamente, con vuestros impuestos y con vuestro pujante comercio, pero este argumento tratamos de guardárnoslo en el bolsillo porque parece egoísta, no ellos, sino nosotros, egoístas y de mal gusto.

Sin embargo, ésta es la verdad, el nacionalismo subjetivo nos lo hemos buscado nosotros, haciendo de la libertad un idolillo ante el que nos postramos y que no se postra ante nadie. Es muy fácil construir la identidad de un grupo humano, facilísimo. Incontables historiadores, como el recientemente fallecido Hobsbawm, han dado fe de cómo la tradición se inventa y, si no se inventa, se adultera o se eligen sólo las partes de ella que favorecen a nuestros fines. Pero luego ha de venir la libertad, una libertad completa, que se erija ella misma en norma ética, para justificar que donde antes éramos dos, o un grupo numeroso, ahora algunos quieren ir por su lado. Y el egoísmo no será de los que se quieren separar, incumpliendo la palabra dada durante mil años, será de los que no les quieren dejar marchar para cumplir su propio “destino”.

Si queremos dar cuenta del fenómeno del independentismo, no nos llevemos las manos a la cabeza, repito, argumentando que sus líderes, simplemente, han hecho mal los cálculos del bienestar de sus votantes ya que, separados, van a estar en una situación económica más estrecha. Eso sería como si alguien pretendiera disuadir a un hombre de divorciarse, porque sin su mujer va a vivir más incómodo. El principal argumento para intentar convencer a ese hombre habría de ser su deber de ser fiel, que le impide ejercer la libertad para romper la promesa hecha. Pero no, si alguien invocara el ejemplo del divorcio, o el de un contrato de ayuda mutua, para ilustrar el problema de la secesión, sería para recalcar que sí, que cualquier relación humana puede romperse, que es justo que se rompa, si alguno de los que la componen así lo quiere. Por eso, antes de intentar limpiar la casa del vecino, quizá tendríamos que mirar primero debajo de nuestras alfombras.

Nicolás Zambrana Tévar es profesor de Derecho Internacional Privado – Universidad de Navarra.

 
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