Made in Thailand

La muerte de varios cientos de trabajadores en una fábrica textil de Bangladesh, hace pocos días, vuelve forzosamente a plantear la cuestión de la responsabilidad de las empresas multinacionales, no por el daño que hacen –que en muchos casos es grande- sino por lo que dejan de hacer. La deslocalización de la producción, trasladándola desde Norteamérica o Europa Occidental hasta países en vías de desarrollo conlleva cuestiones éticas y legales por varios motivos: en primer lugar están los puestos de trabajo que se pierden en las regiones del primer mundo (y los que se ganan fuera de él); en segundo lugar hay que tener en cuenta que esa deslocalización, muchas veces, se realiza, no ya colocando las fábricas fuera del país de origen de la multinacional y quedando por tanto la producción bajo el control empresarial de dicha multinacional sino que, muchas veces, resulta una opción económicamente más rentable contratar con proveedores autóctonos que fabriquen los productos o sus componentes, para que luego sean distribuidos en países ricos con una etiqueta de marca estadounidense y el consabido “Made in Thailand”.

El problema reside en que los fabricantes-proveedores, en este caso de Bangladesh, sólo están sujetos a las leyes de Bangladesh, mucho menos protectoras de los trabajadores o del medio ambiente que, por poner un ejemplo, las leyes de Canadá, Francia o Alemania. Para la multinacional que recibe los productos manufacturados en Asia, para venderlos en Occidente, el negocio es redondo: tiene menos costes porque los trabajadores cobran muchísimo menos y, además, no tiene que preocuparse de molestos sindicatos ni convenios colectivos. Aquéllos puede que no existan o que estén amordazados por el Gobierno o por matones de la empresa. Los convenios colectivos… en fin, quizá sean un lujo que los que se mueren de hambre no echen de menos.

Desde el punto de vista legal, la cuestión no tiene, en principio, una solución fácil: cada país es soberano para lo bueno y para lo malo y si defendemos que un Estado pueda hacer lo que quiera con sus riquezas naturales, también debería parecernos bien que optara por no tener un generoso Estatuto General de los Trabajadores. Los países de origen de las multinacionales pueden imponer deberes a dichas empresas para que se comporten de un determinado modo en sus negocios internacionales pero, más allá de que el alcance de dichas obligaciones es discutible jurídicamente, estos países de origen están muy interesados en llevarse bien con unas empresas de las que obtienen gran parte de sus ingresos presupuestarios vía impuestos y que, quién sabe, quizá también financien sus campañas electorales. Por otro lado, los organismos internacionales, como la OIT, pueden denunciar el incumplimiento de convenios multilaterales de protección de los trabajadores, pero poco más.

Quienes más pueden hacer, para muchos, son las empresas que compran los productos a los fabricantes establecidos en países en vías de desarrollo. Estas empresas –europeas, americanas, canadienses, etc- podrían condicionar sus tratos comerciales con los fabricantes al cumplimiento por parte de éstos de los estándares mínimos de comportamiento que representan los derechos humanos, en sus diversas formulaciones, o podrían negarse a comprar productos de un fabricante que maltrata a sus trabajadores, a la población indígena del lugar donde opera o al medioambiente que les rodea. Las empresas occidentales se defienden y suelen alegar, entre otras cosas: que ellas sí llaman la atención de los fabricantes sobre los aspectos que requieren mejoras, pero que la última palabra –legalmente- siempre es de aquellos; que hay tantos códigos de conducta propuestos por ONGs y organizaciones internacionales, que ya no saben a cuál ceñirse; o que no ven por qué tienen que ser ellas las que financien, por ejemplo, auditorías externas que comprueben el cumplimiento de los derechos humanos.

¿Que por qué tienen que ser ellas? La respuesta es tan sencilla, que puede parecer tonta: porque pueden, porque ellas son las mejor colocadas para hacerlo, porque un gran poder conlleva una gran responsabilidad, como decía Spiderman. La función social de la propiedad no implica, únicamente, que nos puedan expropiar un trozo de la finca del pueblo, para que por ella pase una autovía. También implica que todos, individuos y empresas, debemos hacer con nuestros bienes lo que sea mejor para la sociedad, empezando por aquello que necesitamos nosotros mismos y nuestras familias, dado que también son parte de la sociedad y que la solidaridad es jerárquica: primero debo procurar mi propio sustento, luego el de los míos, luego el de mis vecinos, etc.

Existe una tendencia a pensar que, en las relaciones entre distintos entes sociales (individuos, empresas…) la única forma de justicia que debe imperar es la conmutativa –yo te doy algo a ti porque tú me das algo a mí-, pero que la justicia distributiva es cosa del Estado y que la única forma que tenemos de colaborar con una sociedad más justa es pagando impuestos, cuantos más mejor. Esto es un falseamiento de la justicia porque todos debemos preocuparnos por los demás, en la medida de nuestras posibilidades y, sí, en nuestro mundo globalizado, Bangladesh y sus 300 trabajadores calcinados hace pocos días forman parte de nuestra sociedad y somos responsables de ellos, en alguna medida. Además, las empresas occidentales que se benefician de su trabajo más directamente tienen una mayor responsabilidad que la de aquellos que, por ejemplo, sólo consumen los productos que fabricaron. Por eso: porque de alguna manera esos trabajadores se han convertido en nuestros vecinos.

 
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