Mozilla, JavaScript y el matrimonio gay (II)

De todos modos, incluso si he convencido a alguien de que no se es homófobo por considerar el matrimonio gay como algo inapropiado, dicho matrimonio es un problema ético y jurídico muy interesante, que no se despacha –ni a favor, ni en contra- con cuatro tópicos al uso ni con palabras del estilo de “igualdad”, “libertad” o “derechos humanos”. Al contrario, hace falta estudiar qué ha sido el matrimonio hasta ahora y examinar los argumentos a favor y en contra de que el matrimonio homosexual encaja en dicha figura. Es un debate, repito, interesante y delicado, a pesar de que yo, por mi parte, estoy convencido de que en el colectivo gay nunca han aspirado a casarse entre ellos, considerando ellos el matrimonio, hasta hace muy poco, como una institución patriarcal, burguesa y desfasada. Tengo para mí que lo que el colectivo gay ha buscado siempre es aceptación o, por lo menos, tolerancia y en esto, siendo español, no puedo menos que darles la razón, pues no hay nada más soez ni falto de respeto que un chiste sobre “maricas” o un insulto a un gay, por el hecho de vestir o hablar de un modo determinado.

Al criticar el matrimonio gay se corre el riesgo de molestar también a muchos heteros, porque puede percibirse que se trata de imponer al sexo normas éticas, o peor, jurídicas. Algunos de los argumentos para criticar al matrimonio gay inciden sobre la gran diferencia que existe entre una relación –la heterosexual- que es capaz de engendrar nuevas vidas y otra –la homosexual- en la que eso es imposible. Los heteros podrían interpretar este argumento como una crítica también a aquéllos que practican la anticoncepción y que por ello se sentirían aludidos. Por último, en España hay una molesta costumbre de decir que cuando alguien habla de ética es porque está atrapado por las oscuras enseñanzas de la Santa Madre Iglesia, sin pensar que, a lo largo y ancho del mundo, hay miles de millones de no-católicos que, obviamente sin argumentos católicos, también están en contra del matrimonio gay. Pero claro, hay personas que interpretan que cuando un cristiano opina que algo debería ser ilegal, en realidad está pensando que el que realice tal conducta –la que sea- se va a ir al infierno.

Como he dicho, pienso que para criticar con conocimiento de causa el matrimonio gay, puede ser conveniente, en primer lugar, estudiar el matrimonio hetero y, al hacerlo, veremos que de aquellos barros vienen estos lodos, pues el matrimonio no ha permanecido incólume a lo largo de los siglos, por lo menos en Occidente. Para mí, el primer gran sopapo que recibió la institución del matrimonio fue la reforma protestante. Ojo: no voy a emplear aquí ningún tipo de argumento religioso –inútiles, por otra parte-, sino únicamente sociológicos; quiero comprobar cómo, en una población mayoritariamente creyente, la evolución de las creencias también ha afectado a las instituciones jurídicas.

Así, la reforma protestante, sobre todo la luterana, dejó de considerar al matrimonio como sacramento lo que, en mi opinión, tuvo dos consecuencias: el matrimonio ya no estaría regulado, ni en todo ni en parte, por la Iglesia y, en segundo lugar, el matrimonio perdería el carácter de ser algo verdaderamente sagrado, un vínculo de unión entre la pareja y Dios y entre la pareja y el resto de los miembros de su Iglesia. Así, el matrimonio se iba a empezar a transformar en algo de interés únicamente para el individuo, no de interés para la sociedad, ni para toda la naturaleza; y el individualismo es, a mi juicio, lo que ha terminado por hacer del matrimonio lo que es hoy en día: un medio más de búsqueda de satisfacción personal.

Después vino el laicismo liberal –sobre todo en países de influencia francesa- que trajo consigo el divorcio, arramplando con otra de las características del matrimonio europeo: la estabilidad (casi) plena, pues la Iglesia siempre ha permitido algunos –muy raros- motivos de disolución del vínculo matrimonial, distintos de lo que se conoce como motivos de nulidad, a los que estamos tan acostumbrados en el caso de toreros y folclóricas.

Más tarde desaparecieron los delitos de sodomía, que no penaban la condición homosexual sino la práctica de las relaciones homosexuales. Por tanto, todo el mundo podía cometerlos. Más allá de que sea un alivio que hayan desaparecido tales figuras delictivas, pienso que hay que ver la criminalización de esas acciones del mismo modo que, en algunos países (como España), está penado ofender los sentimientos de la población en general, por ejemplo, quemando una bandera nacional, pues se supone que para la inmensa mayoría de los habitantes de ese país la bandera es un símbolo importante de una patria a la que se quiere, igual que ofender la institución del matrimonio podía ser muy ofensivo en su momento.

En España, en 1981, desaparece parcialmente el impedimento de impotencia, con lo que el Estado, implícitamente, plantea que el matrimonio es cada vez más lo que los contrayentes quieran que sea y no lo que había sido durante miles de años: una institución, uno de cuyos fines era la unión sexual de los que participaban en ella.

En esta misma línea, en 1989 se cambia la rúbrica de “delitos contra la honestidad”, en el Código Penal, por “delitos contra la libertad sexual”, para referirse a crímenes horribles como la violación. Puede que en la mente de los señores diputados no estuviera esto precisamente, pero llamar a la violación “delito contra la libertad sexual” implica, en cierto modo, que en las relaciones sexuales la libertad es lo único que le importa al legislador, obviando que las relaciones sexuales, sobre todo dentro del matrimonio, tienen una trascendencia máxima para la sociedad, independientemente de que se realicen voluntariamente.

En esa misma década, el Tribunal Supremo español admite, de hecho, el matrimonio gay, al admitir que las personas que se hayan operado los genitales y se hayan inscrito en el Registro civil como mujer –si eran hombres-, o al revés, pueden casarse válidamente con alguien de su mismo sexo biológico. Y, en fin, en 2005 tenemos la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo.

 

La verdad es que la historia no acaba aquí porque, siempre en mi opinión, la crisis de 2008 pone de nuevo de manifiesto un sentir general de gran parte de la población de Occidente, que afecta sin duda al matrimonio: el individualismo. Más de un intelectual achaca esta crisis financiera global al egoísmo de unos pocos, que se han enriquecido a costa de la ruina de muchos, y abogan por un nuevo pacto social que lleve a una mayor solidaridad en nuestros países y en nuestro mundo. No obstante, ese mismo individualismo es el que ha hecho que el matrimonio gay tenga tantos partidarios pues, se dice, “a nadie le tiene que importar lo que yo hago en mi dormitorio”. Pues sí nos importa, nos importa infinitamente más que lo que hace un banquero que juega a las apuestas con las hipotecas de miles de personas, pues de lo que salga de ese dormitorio dependen los ciudadanos del mañana. Tenemos horror a la regulación de lo que sucede en la intimidad, pero no tenemos miedo a la hiper-regulación a que está sometida la sociedad post-moderna, en la que si existe algún ámbito de nuestro día a día que no esté regulado por el Estado, por favor, díganmelo y les invitaré a un café.

Vivimos en una dictadura del consenso en la que no importa lo que las cosas sean, sino lo que la mayoría piensa que son. El hombre crea sus propios valores sin darse cuenta de que aunque el noventa y cinco por ciento de la población esté de acuerdo con su propuesta, el cinco por ciento restante está en grave riesgo de ser excluido, torturado o eliminado, sin que los derechos humanos hayan sido violados, pues los derechos humanos, parecen decir, los hemos inventado nosotros y también nosotros podemos modificarlos o hacerlos desaparecer.

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