El día en que dejé de ser español (I)

Creo que fue a finales del año pasado. No tuvo por qué ser un día concreto. Pudo suceder, más bien, a lo largo de dos o tres semanas. Fue entonces cuando me di cuenta de que Cataluña se iba a independizar, en esta generación o en la que viene, como dijo Mas-Colell, y que el Gobierno español no iba a mover un dedo para evitarlo, más allá de recordarnos, hasta el aburrimiento, lo que dice la Constitución, ¿y qué más da lo que diga la Constitución?, ha habido tantas…

Supongo que en lo que respecta al nacionalismo catalán soy un analfabeto. Aun así, tal vez no sea arriesgado decir que el número de independentistas en 1975 era mucho menor que en 2013. Pongamos que hoy el cincuenta por ciento de los ciudadanos de Cataluña quieran la independencia. Con esa cifra, todavía se puede argumentar desde la historia y desde los votos, pero cuando el número de independentistas sea del noventa por ciento, a nadie le importará un comino qué sucedió realmente en 1714 y todos, en España, en Cataluña y en Europa, se rendirán a la evidencia.

¿Qué puede haber ocurrido entre 1975 y 2013? Yo relativizaría mucho el supuesto efecto de la sentencia del Constitucional sobre el Estatut, porque a un chaval de 17 años una Ley Orgánica le deja frío. Lo que me imagino que a ningún joven catalán le deja indiferente es que le digan en el desayuno, en la comida y en la cena que él es diferente, que su pueblo es único y que su historia es la de continuas humillaciones por parte de un Estado extranjero y que, además, te lo digan en clase  y por televisión en un idioma que no es el que habitualmente usan la mayor parte de los habitantes de ese Estado extranjero. Un idioma que quizá no es el de tus padres ni el de millones de tus vecinos catalanes, situación a la que el Govern está poniendo remedio con mucho éxito. Así yo también me haría independentista.

No critico el nacionalismo por ser un lavado de cerebro, que no lo es. Lo critico por limitado y por selectivo. Desde Herder, el nacionalismo romántico ha propuesto la siguiente ecuación: una lengua, un pueblo, una nación. Este discurso tan bonito no sólo caló en las mentes de violentos fascistas, sino que altruistas tan inocentes como Woodrow Wilson propusieron que en Europa las fronteras se rehicieran con base en perfectas líneas étnicas, lo cual provocó, al acabar la Primera y la Segunda Guerra Mundial, enormes y desastrosos flujos de refugiados que, tras haber vivido durante siglos en un mismo territorio, mezclados con otras poblaciones, tenían ahora que marcharse a donde, por lo visto, les correspondía vivir como pueblo.

De nada sirve decir que apoyarse en la lengua como factor aglutinante de una población es como definir a los bomberos como aquellos que rescatan a gente cuando hay una inundación: es verdad, pero no siempre y, en todo caso, no es toda la verdad. En Estados tan nacionalistas como la India o China se hablan docenas de lenguas, por no hablar de que en ellos hay infinidad de etnias o razas distintas. El nacionalismo catalán o el vasco no abrazan la bandera de la raza porque hoy eso queda feo y porque no sería fácil encontrar rasgos étnicos muy diferentes entre un tipo de Gerona y otro de Zaragoza. Sin embargo, la lengua es algo en lo que no transigen y hacen bien, porque cuando dos personas no se pueden entender, de nada sirve decirles que, en realidad, son primos carnales. El euskera y el catalán son las lenguas de Euskal Herria y de Cataluña –dicen- y el hecho de que buena parte de su población hable castellano desde hace tiempo es un mero accidente histórico, algo que hay que corregir cuanto antes. Me da la risa cuando pienso en un gobierno irlandés que obligara a sus funcionarios a hablar gaélico, por miedo a que su población crea que, en realidad, son ingleses. Pero claro, los irlandeses contaban con otro factor diferenciador frente a sus odiados británicos: ellos eran católicos. Pero qué curioso: vascos, navarros y catalanes son los que, en la España contemporánea, más se han identificado con su milenaria religión, frente a una Castilla cada vez más progresista y, sin embargo, País Vasco y Cataluña van hoy a la cabeza en secularismo. Claro, es más fácil aprender un idioma que aprender de nuevo a ser cristianos. ¿Por qué los independentistas piensan que pueden seguir siendo catalanes sin ser católicos y no creen que también pueden seguir siéndolo si hablan castellano? ¿Acaso no es verdad que muchos nacionalistas fineses hablaban sueco y que muchos nacionalistas palestinos eran cristianos?

No acuso al independentismo catalán de paleto ni etnocentrista. A ellos se les iluminan los ojos hablando de una Cataluña plenamente integrada en una Europa unida. Me imagino que a los independentistas no les molestaría que Europa tuviera sobre Cataluña más poder fiscal y regulatorio del que tiene ahora mismo el Estado español. Preferirían estar gobernados por burócratas de Bruselas antes que por los de Madrid. ¿Por qué? Porque, como dijo Sukarno, para que una nación pueda existir, tiene que tener un enemigo, y el enemigo que el independentismo catalán se ha buscado es España. Por eso, las propuestas federalistas del PSOE no tienen apenas sentido, ya que a los independentistas les importa más no ser españoles que tener un Estado propio.

Seamos sinceros, incluso a nosotros, los castellanos, cuando decimos la palabra España, se nos queda un regusto franquista en la boca. España significa la Inquisición, las matanzas de indios y la represión sexual. ¿A quién le apetece pertenecer a un país así? Están apareciendo prohombres de la izquierda que dicen a las claras que la independencia de Cataluña les parece mal y no saben lo que se lo agradezco pero, en general, lo que abundan son artistas y periodistas progres que, ambiguamente o sin ambigüedad alguna, afirman que los catalanes tienen derecho a decidir. ¿Hacen ustedes memoria de los últimos meses?: Ramoncín, Miguel Bosé, José Carreras, Dyango, Serrat, Julia Otero, Jordi Évole…

La izquierda y la derecha progresista lo tienen muy difícil para oponerse a la secesión de Cataluña, porque su radical discurso sobre la libertad choca frontalmente con las reclamaciones de libertad de los independentistas. Si los cónyuges son los únicos a los que les afecta un divorcio, aunque en realidad afecte a toda la sociedad, ¿por qué los catalanes no podrían ser los únicos en decidir sobre Cataluña, aunque su decisión afecte a todos los españoles?; y si hubiera algún tipo de “daño colateral” para estos últimos, los independentistas se comprometen a untarnos con vaselina, para que el trauma sea soportable. Lo peor es que va a ser así: muchos dicen que, económicamente, la secesión será muy perjudicial para España y un verdadero desastre para Cataluña, pero ellos cooperarán amablemente con el Estado español, con el que querrán seguir teniendo las mejores relaciones, en los difíciles años que seguirán a la independencia. Es lo que decía esa pancarta de la última Diada: Espanya, país amic. Sin embargo, yo no me conformo con ser solamente amigo de Cataluña. Yo quiero ser compatriota de los catalanes, aunque me de cuenta de que mi supuesto patriotismo es muy egoísta, porque no sabéis lo que yo disfruto recomendando a mis colegas americanos que vayan a Barcelona e imaginando sus caras de asombro cuando contemplen la Sagrada Familia y piensen que esa maravilla la ha proyectado un artista español, como también lo son Dalí o Miró o tantos otros.

 
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