Un ginecólogo anda suelto

El doctor Morín ha sido absuelto del crimen de aborto. Él y su equipo habían matado a 89 fetos (que se sepa), pero la sentencia declara que lo habían hecho con consentimiento de sus madres. Este último dato es curioso, porque, por lo menos yo, no sabía que podía haber abortos voluntarios cometidos sin la aquiescencia de la mujer.

En España se practican más de cien mil abortos al año (de media) y aparentemente todos son legales. Seguramente porque en todos los casos, como ha dicho el juez en el caso Morín, las madres habían pedido expresamente que les libraran de ese hijo no deseado.

Cuándo nos atreveremos a enjuiciar los casos de aborto, no desde la perspectiva del honrado facultativo ni desde la de la angustiada madre, que no ha podido esperar nueve meses para dar a su hijo en adopción a alguna de las miles de familias que esperan uno, sino desde la óptica del propio feto. Es que el feto no sufre. Siendo sincero, no tengo ni idea de si el feto sufre, pero es un mamífero de la especie humana, y en cuanto tenga un poco desarrollado su sistema nervioso, por fuerza tiene que sufrir. Además, ¿es menos grave matar a un señor que pasa por la calle porque antes de matarle le pongamos una inyección y le anestesiemos? Entonces se irá al otro barrio sin sufrir nada, sí, pero ¿es eso lo importante?

Es que el feto no es un ser humano. Vayamos por partes. A mi juicio daría igual que el feto no fuera un ser humano, porque lo relevante es que el aborto cumple una importantísima función pública: desembarazarse de un ser que nos molesta. Seamos honestos: el aborto es la clave de bóveda de la liberación de la mujer. El aborto pone a la mujer en pie de igualdad con el hombre, que no sufre dolores de parto ni tiene por qué preocuparse de qué comerá el crío. Puede que dicha liberación fuera necesaria, pero no a este precio. No al precio de considerar que los derechos humanos se aplican sólo a quiénes nos apetezca, como ocurría en los muy civilizados tiempos de la esclavitud, que no quedan tan lejos.

Pero no me has dicho por qué crees que un feto (y un embrión, faltaría más), es un ser humano. Ahora voy. Si a un ser humano adulto le quitas los brazos, o nace sin brazos, nadie duda de que es un ser humano. Y lo mismo si nace sin brazos y sin piernas. Luego lo que nos hace humanos no es tener brazos o piernas. Así podríamos ir enumerando todos los órganos que se le pueden quitar a un adulto y todas las enfermedades que pueden hacer que un niño venga al mundo faltándole algo. Lo que nos hace humanos no es nuestra apariencia externa, pues somos diversísimos, sino nuestra pertenencia al género humano y, señoras y señores, pertenecemos al género humano desde que somos una sola célula, individualmente separada del cuerpo de nuestra madre, perfectamente identificable por un material genético distinto al de sus dos progenitores.

Pero qué más da, a quién narices le importa una célula. A quién narices le importan un montón de células aunque ya tengan toda la apariencia de un niño recién nacido y eso que, como digo, a mi las apariencias me importan un comino. En el asunto del aborto, lo único que solemos ver es a una pobre niña de dieciséis años, violada y rechazada por su malvados padres, aunque la fuerza de las estadísticas haya hecho patente que el caso de embarazo por violación sea más raro que un perro verde. ¡Qué va a hacer esa pobre niña!, con la fulgurante carrera que tenía por delante. ¿Y la carrera que tenía por delante su hijo? ¿Y los épicos partidos Madrid-Barça que iba a ver en un bar con sus amigos? ¿Y las películas de Tarantino que iba a disfrutar en un buen cine? ¿Y las canciones de los Beatles que iba a descubrir en clase de inglés? ¿Por qué nunca nos preguntamos en la vida que había empezado a vivir ese feto que ahora arrojamos a la basura? Lo repito: porque el aborto es un anticonceptivo más y los anticonceptivos son un pilar de nuestra civilización, la posibilidad de hacer lo que más nos gusta sin pensar en las consecuencias.

Disculpen que me ponga metafísico, pero vivimos de placeres y de apariencias. Lo bueno es sinónimo de lo placentero, sin descubrir el gran bien que se esconde en un sufrimiento entregado a los demás. El placer sexual tiene por ello que ser bueno a la fuerza y sus consecuencias también. Si alguien tiene que morir para que yo pueda seguir con mi vida después de acostarme con alguien, sea. Vivimos también de apariencias y no nos preguntamos si detrás de las cosas hay alguna sustancia, algo que nos haga ser lo que somos, con independencia de lo que aparentemos ser.

Descansad en paz, vosotros, 89 fetos del Doctor Morín. Pensad que pronto os acompañarán muchos otros de vuestros hermanos aún no nacidos, pues no creo que el buen doctor cambie ahora el bisturí por una paloma blanca.

Nicolás Zambrana Tévar, profesor de Derecho internacional privado de la Universidad de Navarra.

 
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