La mística de lo público

Mi hermano Curro es un joven y brillante oncólogo, que ya se está quedando calvo y que no es nada sospechoso de llevar camisetas del Ché Guevara. Así y todo, ha acudido sin falta a todas las manifestaciones de protesta contra la privatización de la gestión de algunos hospitales de la Comunidad de Madrid. El otro día me contó que las cifras que la Consejería de Sanidad está dando acerca de lo que cuesta ahora mismo un paciente a la Seguridad Social, y acerca de lo que supuestamente va a ahorrarse con la privatización, son falsas. Me ha dado materiales, estudios y entrevistas que muestran cómo es cierto que se puede gestionar mejor la Sanidad Pública de Madrid y así ahorrar bastante, pero que dar por descontado que la gestión privada va a ser más eficiente es aventurado, por decirlo suavemente.

La verdad es que mi hermano me ha convencido, salvo que alguien me dé argumentos mejores, pero también me ha convencido de que la discusión debe ser, sobre todo, una discusión económica, es decir: ¿quién lo hace mejor?, ¿tú? Pues tú –seas quien seas- vas a gestionar nuestros hospitales.

En cambio, en la calle, las pancartas que enseña la televisión al frente de las manifestaciones y los eslóganes que corean los manifestantes, no dicen nada de esto. No hablan de cifras, de costes, ni de profesionalidad. Hablan de que lo público no se vende, se defiende. Hablan de que nos quieren quitar derechos. Hablan de que la Sanidad es algo sagrado, que no se toca. Y yo lo entiendo. Sería muy raro gritar consignas sobre tantos por ciento mientras se marcha por la Castellana. Al público hay que darle ideas facilonas, escenarios sencillos: ellos son malos y ricos y nosotros somos buenos y pobres. Sólo hay un problema: este planteamiento es mentira y, además, es pernicioso para el bien común.

La crisis en la que nos han metido unos y otros ha desembocado en dolorosos recortes que están sufriendo más quienes menos tienen. No puedo manifestarme sobre si dichos recortes eran necesarios y en qué medida lo eran, pero sí puedo valorar algunos de los argumentos que se han utilizado para defender una u otra postura: la favorable al adelgazamiento del Sector Público y la favorable a una permanente profundización en el Estado del Bienestar. El primero es fácil: de donde no hay no se puede sacar. Mejor dicho, sí se puede sacar, porque el Estado casi siempre puede pedir prestado y, en último término, puede darle a la maquinita de hacer dinero aunque, en nuestro caso, la maquinita está en Bruselas. En el primer caso nos endeudamos más. En el segundo, sube la inflación. Los otros, los de enfrente, dicen que dicho endeudamiento es aceptable porque con el dinero prestado reactivaremos la economía y la deuda se podrá pagar a su debido momento. Además, siempre nos queda el subirle los impuestos a los ricos, que ellos sí que tienen guita y si no la tienen es que la han escondido en Suiza.

La anterior discusión –ridículamente simplificada- está formulada en términos económicos, no ideológicos. Comprobables matemáticamente, en su mayor parte. Lo que no es comprobable, pero sí mucho más convincente, es el discurso de los derechos: del derecho a la salud, del derecho a la vivienda, del derecho a la educación. El Estado del Bienestar, en el que la Administración Pública proporciona un buen número de servicios que antes proporcionaban los particulares o no se proporcionaban en absoluto, se nos presenta como una conquista política, como si el hecho de que ahora nos puedan dar quimioterapia tenga más que ver con la lucha de clases que con el descubrimiento de la quimioterapia. Se nos trata de convencer de que si los hospitales no son del Estado, sólo los que tienen dinero podrán costeárselos, sin tratar de preguntarse siquiera si unos ciudadanos descargados de buena parte de sus obligaciones tributarias no tendrían la capacidad económica para pagarse ellos mismos el precio de una atención sanitaria cuyos costes se sufragan con dinero que –esto es de cajón- sale de algún lado.

Lo público es bueno, lo privado es malo. Éste podría ser –si fueran sinceros- el cántico de la mayoría de las manifestaciones contra el Gobierno, estos días. Es difícil, de entrada, sustraerse al pseudo-razonamiento de que lo que es público es de todos y que eso denota compartir, ser generosos, mientras que lo privado implica uso particular, de unos pocos, algo egoísta. No muchos –creo- van más allá y piensan que la generosidad no se puede ejercer si estamos obligados a ella y que sí se ejerce cuando gastamos nuestro propio dinero en las personas que más queremos: nuestro cónyuge, nuestros hijos, nuestra familia.

El obvio contra-argumento es que los ciudadanos claro que eligen qué servicios convertir en públicos y cuánto dinero pagar por ellos porque los presupuestos del Estado y las leyes fiscales se votan en el Parlamento, que es controlado por los ciudadanos cada cuatro años. Yo no estoy de acuerdo. Los ciudadanos cada vez tenemos menos control de lo que hace o deja de hacer la Administración Pública, porque ésta es como un globo que se hincha y se hincha y, una vez se hace el nudo, sacar el aire es prácticamente imposible, a no ser que se pinche y todo se vaya a hacer gárgaras. Como ahora. Además, con sólo diez millones de votos, en un país de cuarenta y seis millones de habitantes, un partido puede hacer lo que quiera, hasta convertir un hombre en mujer y viceversa, literalmente. Con este panorama, pienso que, muchas veces, es más democrático comprar unos pantalones, eligiendo tú la tienda, que montar en un autobús de línea construido cuando tú aún no tenías la mayoría de edad.

Lo público tiene una mística, un atractivo imparable, que hay que desvelar y desarticular. Lo esencial es que todos tengamos atención sanitaria, que todos tengamos educación, hasta un nivel aceptable, que todos tengamos acceso a medios de transporte. Lo de menos es quién los proporcione. Lo de más es que seamos ciudadanos libres y responsables, que no nos creamos que los salarios de los médicos caen del cielo, que sepamos cuanto dinero cuestan las cosas que consumimos y que, en la medida de lo posible, paguemos por ellas con nuestro propio dinero. Propiedad es libertad.

Nicolás Zambrana Tévar es profesor de Derecho internacional privado de la Universidad de Navarra.

 
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