Cara a 2015, menos quejas

             Como hoy la gente habla en público sin recato por el móvil, cualquiera que vaya en metro o en autobús puede oír quejas: del marido, de la mujer, de los hijos, del jefe, de los colegas, del cuñado, de la amiga,  del gobierno y de la oposición, de la Iglesia, del Ejército, de los bancos, del lunes, de los puentes, del tráfico, de los parquímetros... del otro.

            Hace más de veinte años que Robert Hughes, el gran crítico de arte fallecido en 2012, publicó Culture Complaint, La cultura de la queja.  Era sobre la sociedad de los USA, pero vale para buena parte de Occidente, por aquello de la globalización.  Si eso se advertía en los noventa, más en estos años de la desdichada y multinombrada crisis. Todo está mal.

            En algunas de las quejas hay como un regusto masoquista, como si no se desease la mejora. Cebarse en la queja, hasta el hueso.

            Vieja novedad eso de darse cuenta de que muchas cosas salen mal. Basta vivir para ver. Pero otras muchas no están nada mal y algunas bien y no digo muy bien, no sea que, por optimista, cualquier fulano de encefalograma plano me tache de facha.

            La queja  es un desahogo, eso sí, pero no arregla nada y suele impedir el arremangarse y tratar de hacer algo que sirva de algo. Cuando oigo tanta queja, también en la intemperante televisión –esos tertulianos siempre quejosos pase lo que pase- me acuerdo de esos versos del poeta Horacio que cantan al hombre estoico: “si el mundo se cae hecho pedazos, impávido le encontrarán las ruinas”. Con dos...

 
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