Ban Ki-Moon debería explicar la desfachatez de algunos comités de la ONU

            La guerra ideológica de Naciones Unidas no es nueva en materias relacionadas con la vida y los derechos de la mujer. Se planteó con especial crudeza en las conferencia internacionales de El Cairo y Pekín hace ahora casi veinte años. Pero la tenacidad de esos comités resulta digna de mejor causa. No resuelve ningún problema, pero crea una innecesaria conflictividad, en detrimento de las convicciones sociales y religiosas de muchos ciudadanos del planeta. Por mucho menos, Estados Unidos decidió hace tiempo retirarse de la UNESCO, y ya se sabe que la financiación resulta determinante para los funcionarios internacionales. Personalmente, me sorprende el silencio –el desinterés‑ de los gobiernos occidentales no comprometidos en ese  tipo de acciones, a diferencia del planteamiento habitual de los demócratas norteamericanos.

            A estas alturas, sólo un deseo de desestabilizar el magisterio pontificio puede justificar el informe del comité para los Derechos del Niño de la ONU. De hecho, plantea a la Santa Sede que cambie su doctrina sobre el aborto, la homosexualidad, el acceso de los adolescentes a la anticoncepción, o la diversidad de tipos de familias. Existen sospechas fundadas de que ese ataque a la Iglesia católica prima sobre la protección de la infancia, que, en la práctica, no sobreviviría en la mayor parte del Tercer Mundo si no fuera por la acción humanitaria de religiosas o de ONG confesionales.

            Al margen de prejuicios y adoctrinamientos, sorprende que el comité ignore las instrucciones promulgadas por la Santa Sede: recomienda de hecho medidas vigentes desde hace años, que se aplican con auténtico rigor, como señaló la Congregación para la Doctrina de la Fe en 2011 a las Conferencias Episcopales. Una idea central es que “el abuso sexual de menores no es solo un delito canónico, sino también un crimen perseguido por la autoridad civil. Si bien las relaciones con la autoridad civil difieran en los diversos países, es importante cooperar en el ámbito de las respectivas competencias. En particular, sin prejuicio del foro interno o sacramental, siempre se siguen las prescripciones de las leyes civiles en lo referente a remitir los delitos a las legítimas autoridades”.

            Pero hay indicios de que el comité onusiano ha hecho como que no ha leído esas disposiciones, antes de redactar un informe breve (sólo 16 páginas), poco documentado, pero explosivo. Como si los católicos no fueran los primeros en defender de veras los grandes criterios éticos a favor de la infancia. Pero el fundamentalismo laicista necesita ese tipo de munición. No importa que se emitan juicios sin escuchar a los condenados, algo que ni siquiera se puede reprochar a la antigua Inquisición.

            Los cristianos lo siguen sufriendo a diario en muchos países, contra toda justicia. Antes de escribir estas líneas, leía un despacho de la agencia Fides sobre un enésimo caso de violencia a la libertad religiosa en Pakistán: otra chica cristiana, de 16 años, fue secuestrada en la provincia de Punjab, obligada a convertirse al Islam y a casarse con un terrateniente musulmán, propietario de la casa donde vive la familia de la chica. El abogado señala que hay muchos casos de ese tipo: “Estas niñas a menudo son mantenidas como esclavas, y después de un período de tiempo, abandonadas, vendidas o incluso asesinadas”. Casi mil chicas hindúes y cristianas sufren ese dramático destino en Pakistán cada año.

            Entretanto, los sucesivos secretarios generales de la ONU han fracasado en sus intentos –quizá por falta de compromiso de fondo‑ de reformar la vigente carta de las Naciones Unidas, que hace agua en muchos aspectos. Esa reforma resulta indispensable, para adaptarla a un mundo muy diverso del que existía tras la II Guerra mundial. La globalización exige también respuestas jurídicas nuevas.

            La legitimidad teórica de la ONU como instrumento de la paz y la seguridad del mundo es universalmente reconocida. Así se reflejaba en la concesión del premio Nóbel de la Paz en 2001. Pero, en la práctica, sus decisiones son lentas y, casi siempre, poco operativas, también por la mala organización de medios humanos y recursos económicos. De hecho, el presupuesto ordinario anual supera los 6.000 millones de euros, y trabajan al servicio de la ONU unas 130.000 personas –más de la mitad, fuerzas de interposición. Aunque la presencia de cascos azules y vehículos blancos forme parte del imaginario colectivo ante conflictos o situaciones de emergencia, los resultados no se compadecen con los medios empleados.

            Los intentos de reformar la estructura de Naciones Unidas han chocado con intereses regionales y, sobre todo, con el apegamiento a la soberanía que mantienen los Estados, con independencia de su dimensión o de su potencia. Urgiría, sobre todo, dar nueva representatividad al Consejo de Seguridad, demasiado dependiente de la situación posbélica y de la guerra fría.

            Sin esa reforma, teórico objetivo prioritario de BKM, no será fácil avanzar en soluciones de paz –como el control de las armas químicas‑, ni tampoco contribuir al desarrollo económico y social de los pueblos más pobres. Menos aún mientras se dilapide el dinero financiando comités ideológicos más amantes de la guerra que de la concordia.

 
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