Crisis de la socialdemocracia o crisis de la política

El problema en modo alguno es propio de España, aunque la coyuntura política desde finales del 2015 mucho está contribuyendo al incremento del descrédito y de la desconfianza en los profesionales de la política. En el fondo, la crisis local denota el agotamiento de la partitocracia, destructora de la convivencia democrática, también por la flagrante violación del precepto constitucional que excluye todo tipo de “mandato” para los representantes del pueblo.

Algunas boutades se convierten casi en paradigmas, como la conocida de Alfonso Guerra: el que se mueve no sale en la foto. Parecía afirmación grotesca, casi marxiana, es decir, de Groucho Marx, recordado estos días en el aniversario de su muerte: “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Pero la realidad refleja hoy un serio avance en Europa –y en Estados Unidos- de modos de concebir la vida pública cada vez más alejados del esquema democrático construido por el libre luego de los partidos.

La situación se manifiesta a la derecha y a la izquierda. Pero sigue llamando la atención la facilidad con que desde posturas socialistas se confunde su propia crisis en tantos países con una crisis de la política en general. En cierto modo, reflejan la herencia totalitaria marxista –ésta sí de Karl Marx-, a pesar del proceso del desenganche en el siglo XX: desde el SPD en el congreso de 1959 en Bad Godesberg, al PSOE en Madrid veinte años después.

Cuando por estos pagos Pablo Iglesia se presentó como socialdemócrata en campaña electoral, no era quizá consciente de hasta qué punto compartía esa crisis de conjunto. Porque no basta asumir el desencanto configurado en torno a los Indignados de la Puerta del Sol, ni presentar ofertas radicales sin fundamento real, para superar la desesperanza de ciudadanos en crisis. Se podría decir que Max Weber fue profético a su pesar al teorizar sobre el desencanto religioso, que sufren hoy ídolos políticos aparentemente consolidados en el siglo XX.

Las manifestaciones de la izquierda desconcertada son muy variadas: desde temas muy de fondo –la impotencia del Pasok en Grecia, el tacticismo del laborista Jeremy Corbyn frente al Brexit, el SPD alemán ante la política generosa de Angela Merkel sobre acogida de refugiados, las ambigüedades continuas de Matteo Renzi en Italia pendiente de un referéndum casi plebiscitario, o el recurso de Antonio Costa en Portugal a los comunistas e izquierdistas radicales-, hasta detalles tan concretos como la cancelación de la clásica universidad de verano del partido socialista francés, que debería haberse celebrado a final de agosto en Nantes: oficialmente, se ha anulado para prevenir el riesgo de violencias por parte de movimientos contestatarios.

En realidad, refleja la impotencia de François Hollande para enderezar el país. Sus posibilidades no podían ser más amplias en 2012, con mayoría socialista en Asamblea y Senado, así como en el conjunto de regiones, departamentos y municipios. Pero ha caído en picado en cuatro años, tanto en los sondeos de popularidad, como en las últimas elecciones locales o en la necesidad de acudir al artículo 49.3 de la constitución francesa –lo más parecido a un decreto-ley sin convalidación posterior-, a falta de suficiente apoyo parlamentario. Y no basta apelar irónicamente a la “macronita” causante de la enfermedad terminal del PS: referencia inevitable a la incorporación al gobierno de Manuel Valls de un ministro de economía no socialista: Emmanuel Macron, fundador de su propio movimiento político, En marche!, con vistas a las elecciones presidenciales del año próximo.

Entretanto, las políticas clásicas son incapaces de abordar con ideas innovadoras los problemas más graves de una sociedad europea envejecida, a pesar del número total –sobre todo, si se incluye al Reino Unido- de medallas olímpicas en Río 2016. La obsesión ante objetivos individualistas, hasta la creación contradictoria de neoderechos y neoprohibiciones insólitas, muestra la incapacidad de abordar problemas inéditos, como el futuro del trabajo tras la revolución tecnológica en curso, el renacimiento de la sociedad civil frente a intervenciones públicas letales, o la reforma profunda de la administración de justicia. Con el trasfondo del problema de refugiados e inmigrantes, y la ineficaz lucha contra el terrorismo, sintetizada en la locura de la maquinaria legislativa francesa, a la que se refería el magistrado Marcel Lemonde: 16 leyes antiterroristas en 30 años.

La presión demográfica de los refugiados recuerda al empuje de los bárbaros en las fronteras del ya decadente imperio romano. Importante sería un renacimiento de conservadores y socialistas, para evitar la reedición del colapso sufrido en la Europa de los años treinta como consecuencia de los totalitarismos del siglo XX.

 
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