Eurocopa en Ucrania sin injerencia humanitaria

No han prosperado las voces que proponían boicotear la Eurocopa en su sede de Ucrania, para protestar contra las violaciones de los derechos humanos cometidas contra la persona de Iulia Timochenko: la antigua primera ministro, mítica Egeria inspiradora de la revolución naranja de 2004, fue condenada en octubre de 2011 a siete años por “abuso de poder”, a raíz del contrato sobre el gas con Rusia; en la cárcel ha sido sometida a malos tratos ‑según abundantes indicios‑, mientras prosiguen las encuestas judiciales sobre otras cuatro causas. A pesar de los mensajes lanzados desde Europa, el presidente ucraniano y antiguo aliado de ella, Viktor Yanukóvich, no parece dispuesto a entrar en el asunto.

De nada han servido las protestas. Y me ha hecho gracia el editorial del diario Le Monde del pasado día 9, en el que se adhiere al boicot político de Alemania, pero excluye el mediático. De hecho, presenta su esfuerzo para informar de la Eurocopa, con un suplemento diario y cuatro enviados especiales a Ucrania y Polonia, el otro país organizador del torneo: por encima de todo, el oficio periodístico de averiguar, testimoniar, narrar. Al cabo, se trataría del tercer evento deportivo del planeta, después del Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos.

En su día, el presidente ucraniano rechazó la posibilidad de intervenir a favor de Iulia Timochenko, como se le pedía desde Occidente, y también en este caso desde el Kremlin. Se escuda en la “independencia” de la justicia, dentro de un país también soberano e independiente.

Justamente esa insistencia sobre la soberanía me recuerda la necesidad de ponerla entre paréntesis cuando se trata de evitar la violación de derechos humanos elementales. Así lo plantea la doctrina de la injerencia –mejor quizá, la intervención‑ humanitaria, que se abre paso poco a poco en el derecho internacional contemporáneo, superando un cúmulo de dificultades.

Vemos cómo resultan insalvables los obstáculos para realizar algún tipo de intervención que evite las masacres en Siria. No fue así antes en Libia, porque lo justificaban los hidrocarburos, según las malas lenguas. No es el caso de Siria, a pesar de ocupar una posición de gran importancia estratégica en Oriente, pues carece de materias primas apetitosas.

Dos décadas antes se había producido la gran operación de la OTAN en los Balcanes, para detener la sangría de vidas humanas, con evidentes resultados positivos: está en marcha el proceso de integración en la Unión Europeo de los países surgidos de la antigua Yugoslavia.

Unos y otros Estados, con evidente diferencias entre sí, resisten la comparación con otros que forman parte ya de la UE, como Rumanía, Bulgaria, y no digamos la anterior Grecia. Ucrania tiene tanto o más potencial que esas naciones, con un importante tejido industrial, aunque con la duda permanente de su orientación hacia Bruselas o hacia Moscú. De hecho, Yanukóvich reiteró no hace mucho su compromiso europeo, a pesar de los señuelos rusos.

La diplomacia occidental, alentada por Alemana, no ha conseguido siquiera un simbólico boicot deportivo. Pero este tipo de situaciones animan a seguir trabajando por el desarrollo de un derecho internacional que se aplique por encima de la omnímoda soberanía nacional: al cabo, el Estado viene a ser una ficción que oculta el nombre de los gobernantes. Una decisión “intervencionista” aprobada por el Consejo de Seguridad de la ONU no sería, por tanto, ataque a un pueblo, sino muy probablemente defensa de sus habitantes contra injusticias cometidas por sus dirigentes.

No deja de ser dramático que las decisiones de unos pocos puedan paralizar acciones conjuntas de la comunidad internacional para intentar resolver problemas que afectan negativamente a tantos. Como recordaba Benedicto XVI ante la asamblea general de la ONU en abril de 2008, “el reconocimiento de la unidad de la familia humana y la atención a la dignidad innata de cada hombre y mujer adquiere hoy un nuevo énfasis con el principio de la responsabilidad de proteger. (…) Todo Estado tiene el deber primario de proteger a la propia población de violaciones graves y continuas de los derechos humanos, como también de las consecuencias de las crisis humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el hombre. Si los Estados no son capaces de garantizar esta protección, la comunidad internacional ha de intervenir con los medios jurídicos previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos internacionales”.

 

Muchos países –también España‑ están dispuestos a ceder soberanía para ajustar sus maltrechas finanzas: ¿cómo negar la más seria y necesaria intervención para defender la dignidad humana?

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