Europa contra la banalización de la violencia brutal del Estado Islámico

La inesperada y paradójica censura en Francia contra la película Los salafistas, centrada en la terrible violencia del yihadismo en tantos lugares del mundo, está dando lugar a un gran debate sobre la oportunidad o no de una nueva limitación de la libertad de expresión en nombre de la lucha contra el terrorismo. Se trata de un problema antiguo –en general, sobre el modo de comunicar esa violencia, bien estudiado en las primeras Facultades universitarias de ciencias de la información.

Ahora, al menos, está sirviendo para evitar un cierto proceso de banalización de la violencia que se extiende por Occidente, consecuencia del cansancio ante tantas y tan duras imágenes. Los espectadores se acostumbraron en su día a los atentados casi diarios en Iraq, como ahora en los demás países afectados por la acción de los grupos amparados en el llamado Estado islámico.

Hasta el Parlamento europeo se ha visto interpelado por la difusión del gran genocidio del siglo XXI, empleando con claridad el emblemático término de crimen contra la humanidad; en este caso, además, ligado injustamente a la religión.

En la sesión plenaria del 4 de febrero, los eurodiputados aprobaron una resolución no legislativa, que insta a la comunidad internacional a tomar medidas urgentes para combatir la masacre sistemática de las minorías religiosas por el grupo Estado islámico, EI o Daech. El texto se presenta a modo de conclusión tras el debate del 20 de enero con la responsable de la política exterior de la UE, Federica Mogherini. Supone una condena formal de fragrantes violaciones de los derechos humanos, cometidas deliberadamente contra cristianos, yazidíes, turcomanos, chiítas e, incluso, suníes que no están de acuerdo con la interpretación del Islam. Se les puede aplicar con justicia los tipos establecidos en el tratado de Roma sobre el Tribunal Penal Internacional: crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, genocidio.

Entre otras conclusiones, la resolución aprueba el establecimiento en la UE de un representante especial permanente para la libertad de religión y de creencias, y pide a los Estados miembros que actualicen sus sistemas legales y judiciales para impedir –incluso penalmente que sus ciudadanos, también en sus viajes al extranjero, se unan al IE/Daech y a otras organizaciones terroristas.

Porque la realidad resulta espeluznante. Lo describía con detalle un informe de Madjid Zerrouky, publicado en Le Monde el pasado día 3: “en un mes, el Estado Islámico ha perpetrado 100 ataques suicidas en Irak y Siria”. El último día de enero, mataban al menos a 70 personas en Sayeda Zeinab, una barriada al sur de la capital de Siria, que alberga un emblemático lugar de culto chiíta. La supuesta motivación, luchar contra la “chiitación de Damasco”, según la expresión del semanario de los yihadistas Al-Niba. Con ese atentado, además, se confirma la tendencia practicada profusamente en su día en Iraq de actuar contra la población, no contra objetivos militares.

En el actual debate francés sobre la película dedicada al salafismo, se recuerda cómo el cine ha contribuido en las últimas décadas a difundir la realidad de sucesos execrables, especialmente la Shoah y el genocidio armenio, sin excluir las masacres del jemeres rojos en Camboya o las más recientes matanzas de Ruanda o de la antigua Yugoslavia. Fueron objeto de procesos internacionales, antes aún de la existencia del Tribunal Penal de La Haya.

La actual violencia islamista tiene todos los rasgos del genocidio, como intento de provocar la desaparición histórica de un determinado grupo humano; en este caso, no por razones políticas o étnicas, sino más bien religiosas, como intento de imponer por la fuerza una determinada concepción de la vida. Según los actuales censores, la difusión de las imágenes contribuye más a la propagación del fenómeno, que a su conveniente crítica y erradicación. No deja de ser paradójico, cuando, hace poco más de un año, se invocaba un supuesto derecho a la blasfemia para defender a los dibujantes y periodistas de Charlie-Hebdo. Pero el debate contribuye a evitar la creciente trivialización de un mal casi absoluto, que ha tomado el releve de nazis y comunistas soviéticos.

 
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