Francia: austeridad económica y confusión jurídica

Frente al ambicioso primer presupuesto estatal de François Hollande, dispuesto a recuperar el camino de la ortodoxia, resulta anecdótica la noticia de Le Parisien sobre la factura de 900.000 euros por dos días en Nueva York: eso sí, 100.000 menos que el último viaje de Nicolas Sarkozy para acudir a la asamblea general de la ONU. Sin embargo, ese detalle abre una nueva brecha en la imagen del presidente, cada vez más "normal" ‑o menos, según se mire‑, con una tasa de opiniones favorables inferior al 50% a mediados de septiembre.

Algo semejante sucede en cuanto al fondo de su política, reflejada en el proyecto de ley presupuestaria. A diferencia de Rajoy, Hollande ha hecho una filigrana de opinión pública con los recortes. Intenta convencer a los franceses de que la austeridad sólo afectará a los ricos y a las grandes empresas, aunque se reduzca el sueldo y el número de funcionarios, también mediante excepciones baratas significativas, que facilitan titulares como "las universidades se salvan".

En un país como Francia, con un peso tan fuerte del sector público, las decisiones del Elíseo tienen una repercusión inmediata en la vida económica nacional. Hollande está dispuesto a hacer un esfuerzo serio para encauzar la deuda pública y rehacer las finanzas del Estado. Pero no está claro que vaya a cumplirse su insistencia en que el esfuerzo afectará sobre todo al 10% de los franceses más ricos. Como tampoco que las tasas de interés bajen –cuando el país está en crecimiento cero‑, para motivar las inversiones y el consumo. Pero le honra poner el acento prioritario en educación, vivienda y seguridad (administración de justicia incluida, frente al craso error hispano en materia tan olvidada a pesar de su importancia).

Sin duda, hace falta un plan de choque fiscal para reducir el déficit público al 3% del PIB en 2013: exige unos treinta mil millones de euros, que François Hollande reparte en tres partes: un tercio de recorte del gasto; dos tercios de aumentos de impuestos, divididos equitativamente entre familias y empresas. Al cabo, y aparte de la estabilidad del euro, sólo unas finanzas públicas saneadas pueden resistir el embate de los "mercados", tan agudizado "contra" España.

La estabilidad presupuestaria en la UE, mal que les pese a sindicatos y grupos de la izquierda –se han celebrado ya las primeras manifestaciones masivas contra Hollande en París: nihil novo sub sole, con perdón‑, resulta más necesaria que nunca en tiempos de economía global. Los responsables políticos tienen que hacer encaje de bolillos, con visión de futuro: a corto plazo, con el aumento de la presión fiscal bajará el consumo ‑con el consiguiente crecimiento del desempleo‑, que no podrá ser compensado con mayores exportaciones, porque en los países más cercanos se producen tendencias recesivas semejantes...

Como para compensar esta ralentización de la economía, Hollande parece decidido a acelerar la reforma de la ley civil –el famoso Código de Napoleón‑, acogiendo las reivindicaciones de la minoría homosexual sobre matrimonio y adopción. Aquí el debate es mucho más amplio: puede producir tal fractura social, que exigiría un referéndum. El Gobierno presidido por Jean-Marc Ayrault lo rechaza, aunque, según un sondeo de Ifop, lo pide el 66% de los ciudadanos. A juicio del obispo de Tolón, obligaría a un "verdadero debate y a evitar que el gobierno vaya a remolque del lobby homosexual".

Está perfilándose el proyecto de ley, tras las diferencias entre la ministra de justicia, Christine Taubira, y la ministra delegada para la familia, Dominique Bertinotti. La cuestión, compleja en sí, se agudiza cuando se desciende a aspectos tan concretos como la procreación asistida médicamente dentro de parejas gay o el estatuto de los abuelos.

El consejo episcopal Familia y sociedad hizo público el 27 de septiembre un documento de reflexión, con idea de unificar criterios y argumentos. No he podido leerlo aún. Sí, las intervenciones en contra de pesos pesados de iglesias y confesiones, que están dando mucho que hablar: desde los cardenales de París y Lyón, André Vingt-Trois y Philippe Barbarin, al presidente del Consejo francés del culto musulmán, Mohammed Moussaoui, o Joël Mergui, presidente del Consistorio central israelita.

Pero el problema no es moral ni religioso, sino antropológico y, sobre todo, jurídico. El matrimonio es un contrato, con su "causa". Si ésta cambia sustancialmente, habrá que convenir que es otro tipo de contrato, y abandonar el término matrimonio. Al menos, para obviar tantos posible efectos "perversos" de una demiurgia social que evoca viejos y letales absolutismos.

 
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