Occidente no tiene razones para justificar un ataque a Siria

El errático presidente de Estados Unidos parece haber detenido una acción bélica inmediata contra Siria, mientras los representantes de la ONU terminaban su trabajo de inspección sobre el posible uso de armas químicas.

En todo caso, un Estado que no ha firmado el tratado de creación del Tribunal penal internacional (Roma, 1998), no está en las mejores condiciones para justificar su acción en criterios de ius gentium. La famosa "línea roja" fue establecida unilateralmente por Obama, que ahora vacila, quizá consciente de su grave irregularidad: ser a la vez legislador, juez y parte.

Además, un ataque aéreo en modo alguno podría ampararse como intervención por razones humanitarias, porque castigaría aún más a una población civil demasiado hostigada ya, como muestra el más de millón de refugiados en países limítrofes. Tras las monstruosidades de Guantánamo y del Prism, no parece que Washington pueda presentarse ante el mundo como garante de la justicia y la concordia entre las naciones.

Lo escriben con sorna algunos periodistas americanos: Barack Obama debería pedir la ayuda de George Bush, pues sus argumentos coinciden con los que justificaron la fracasada intervención en Irak. Se comprende –no por paradoja, sino tal vez por compartir niveles altos de impopularidad‑ que François Hollande apoye a Washington, mientras los Comunes enviaban un buen correctivo al premier David Cameron.

El gran obstáculo para el derecho internacional sigue siendo el respeto casi sagrado del principio de soberanía estatal, del que, por cierto, los Estados Unidos son máximos defensores, pro domo sua. Hoy por hoy, sólo la ONU podría superar el escollo, para autorizar una injerencia –una intervención‑ por razones humanitarias: no sólo paliar hambrunas o epidemias, sino cortar violaciones sistemáticas y palmarias de los derechos humanos. Pero –repito‑ Washington no tiene legitimidad jurídica, ni por sí, ni junto con aliados ocasionales.

De otra parte, no se puede olvidar que el escenario sirio corresponde por desgracia al de una guerra civil: la experiencia muestra que la participación internacional –como en la España de 1936 a 1939‑ suele contribuir a la perpetuación de los conflictos.

Debería imponerse la ponderación, para evitar el auténtico seísmo que se produciría en una región tan inestable –Líbano, Israel, Egipto, Irak‑, con el estrecho de Ormuz como lugar de tránsito de buena parte del petróleo mundial. Muy probablemente, en la reunión del G-20 en San Petersburgo el próximo 5 de septiembre, la mayoría de los participantes se opondrán a cualquier acción militar internacional en Siria.

Pero –lo escribo también en mi colaboración de hoy para Religión Confidencial‑ Obama está en sus trece, como en su día Bush, que desoyó la voz casi solitaria de Juan Pablo II a favor de la paz en Irak. No es menos fuerte el grito por la paz del Papa Francisco en el Ángelus del pasado domingo.

Sigue siendo asombroso que el presidente americano haya recibido el premio Nóbel de la paz. Cuesta entender las razones que pueden llevarle a esa obstinación, en contra de la opinión pública de su nación –veremos pronto su reflejo entre los congresistas y senadores de Washington‑, con el agravante de hacer el juego a unos rebeldes que en modo alguno favorecerán los intereses occidentales si llegan al poder. No parece por lo demás que una intervención militar en Siria vaya a hacer olvidar el gran fracaso de la diplomacia de Washington en la crisis de Egipto.

 

Lo más grave, como escribe en Le Monde del 31 de agosto Julian Fernandez, profesor de derecho público en la universidad de Lille-II, es que no existe en la práctica ningún fundamento jurídico para una intervención, salvo autorización del consejo de seguridad de la ONU. Por otra parte, Damasco no ha firmado –repito: como tampoco Washington‑ el tratado de Roma sobre el Tribunal penal internacional, la más reciente y clara limitación de la soberanía de los Estados en caso de violaciones de los derechos humanos básicos o crímenes contra la humanidad.

Trágico sería para Obama que su ambigua y en parte contradictoria actitud contribuyera a que llegase al poder en Siria el frente Al Nostra, afiliado a Al Qaeda, con las consiguientes repercusiones en el Líbano y en toda la región. Y, a la vez, sin disuadir a Irán de sus objetivos en materia de armamento nuclear. Ni conseguir avance alguno en la deseable línea de un progresivo desarme de los contendientes. Porque nadie sabe –salvo Obama‑ cómo se puede destruir arsenales de armas químicas sin causar daños colaterales a la población civil, bombardear sin modificar el equilibrio de las fuerzas en conflicto, y atacar a fondo y mantener a Bachar el Assad. Para decirlo en términos weberianos, la ética de la responsabilidad impone al presidente americano actuar, al menos, en términos consecuencialistas.

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