Paradojas de la ONU en materia de derechos humanos

María Sadaqat fue antes torturada por un grupo de fanáticos que consideraban un ultraje su negativa a esa boda (con un divorciado que le doblaba en edad). El crimen –el segundo en un mes- tuvo lugar en el distrito de Alto Dewal, no muy lejos de la capital Islamabad.

La policía ha abierto una investigación. Pero son demasiados los casos semejantes, constitutivos de “delitos de honor” para las víctimas. Cientos de mujeres de fe cristiana, hindú o de la secta Ahmadiya de origen musulmán, sufren violaciones, conversiones forzadas y matrimonios impuestos. Si no pasan por el aro, se arriesgan al ostracismo, violencias o represalias contra sus familias. La ley hace difícil obtener justicia, también porque las demandas exponen a nuevas represalias.

El silencio de los organismos competentes de la ONU –y en su ámbito, del Consejo de Europa- contrasta con la algarabía y las auténticas imposiciones en el campo de supuestos nuevos derechos humanos, al margen de los textos de las convenciones internacionales ratificadas por los Estados. No pararon con Irlanda, hasta conseguir una reforma radical del derecho de familia. Ahora el punto de mira se dirige hacia Polonia, aun enmascarado en un posible error sobre la formación del Tribunal Constitucional de Varsovia.

El consejo de derechos humanos de la ONU, con sede en Ginebra, debería velar por el respeto a esas libertades en el mundo. Está previsto que los Estados se sometan periódicamente a una especie de auditoría en la materia. Pero, a pesar de la reforma de 2006, su credibilidad deja mucho que desear. En buena medida, porque cuela mosquitos y se traga camellos.

Existen demasiados países –como la mayor parte de las repúblicas islamistas- en que se violan impunemente libertades básicas, ante la inacción de la ONU. En cambio, fue llamativa el empecinamiento de hace unos años contra Francia, a cuenta del velo islámico y la superpoblación de las prisiones, dos temas que afectan lógicamente sobre todo a musulmanes. El ponente del informe final consideraba un ataque a la libertad religiosa la prohibición escolar del velo y de cualquier otro signo religioso ostensible. Provocaría la intolerancia respecto de las mujeres que los llevan en su vida privada. Nada que ver con la opresión de Arabia Saudita y países islámicos. Ni menos aún con las terribles violencias de Pakistán o la India, que sufren especialmente las minorías cristianas.

En occidente se ha expandido el multiculturalismo, cauce también contra las discriminaciones. Pero muchas culturas de oriente siguen aferradas a la crítica del universalismo de los derechos humanos: intentan eludir las críticas, presentándolas como imposición de las antiguas potencias coloniales. Gozan así de una auténtica patente de corso, típica de la ley del embudo.

Algo semejante sucede con los grupos de presión occidentales, incapaces de hacerse presentes en esos países, y ni siquiera en la Rusia de Vladimir Putin. Pero trabajan a fondo en Nueva York contra exigencias clásicas derivadas de la dignidad de la persona. La cultura postmoderna rehúye lo absoluto o lo unidireccional, pero los monstruosos sueños de la razón del siglo XX –en formatos tipo lgtb- están forjando un nuevo milenio presentado como dialogante, pero más bien destructivo para la condición humana.

Desde el siglo XVIII se han ido afianzando doctrinas que dan prioridad a la voluntad sobre la razón en leyes y derechos subjetivos. Han acabado por convertir a la persona en objeto, algo que permite introducir jurídicamente soluciones hasta ahora rechazadas con evidente claridad. Desde luego, algo inconcebible para Immanuel Kant, el gran filósofo de la Ilustración.

Se comprenden críticas o reticencias de líderes de África y Asia, o de la Rusia actual, que consideran eurocéntrica la declaración universal de derechos. Algo de razón tienen al afirmar que tiende al individualismo, prima el conflicto de intereses sobre la armonía, o presenta derechos sin obligaciones y, por tanto, antisociales. Pero la carta de 1948 seguirá siendo un gran instrumento jurídico de la dignidad humana, si se cierra el paso a la consideración de la persona como objeto.

 

Por lo demás, el movimiento ecológico puede abonar la recuperación del concepto griego y estoico de ley natural. Aristóteles habló de una justicia natural inmutable: el fuego quema igual en Atenas que en Persia. La persona merece protección en Pekín, en Guantánamo o –no es exageración- en Ginebra, Nueva York y Estrasburgo.

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