Posible experiencia italiana: predominan el miedo y la queja sobre el esfuerzo y el riesgo

Bandera Italiana
Bandera Italiana

Sucesivas consultas electorales reflejaban el avance de formaciones políticas más o menos xenófobas, influidas excesivamente por afirmaciones identitarias nacionales casi románticas: desde el Frente Nacional francés –listo para cambiar de nombre, pero no de línea-, a las extremas derechas austríacas o alemanas.

En Francia, Emmanuel Macron consiguió enderezar la mentalidad patriótica hacia posiciones de liderazgo europeo. Se volvió a hablar del eje París-Berlín, en la confianza de que Angela Merkel seguiría como canciller. Las elecciones germanas del otoño supusieron un jarrón de agua fría, al fin superado por la tenacidad de Merkel y la flexibilidad de Martin Schulz, capaz de sacrificar éxitos políticos personales con un sentido de Estado del que tantos carecen. ¡Qué diferencia con los actuales líderes españoles incapaces de seguir en la mesa del pacto por la educación, tan necesario para el futuro! Como si no se solidarizasen con el auténtico pacto educativo que se plasmó en el artículo 27 de la Constitución, gracias al espíritu de consenso que hizo grande la Transición.

Se abre ahora un compás de espera en Italia. La reforma de la ley electoral no ha servido –al menos, así lo parece- para facilitar una mayor estabilidad de gobierno. No falta confianza en la demostrada creatividad política italiana. Pero el panorama global refleja profundas divisiones, con cierto predominio de un fenómeno advertido en otros países occidentales: la crítica de la situación prevalece sobre la esperanza en formaciones políticas con experiencia de poder, capaces de encauzar los problemas. Se vota contra lo malo –la austeridad, el esfuerzo-, aunque el remedio pueda ser peor que la enfermedad. Curiosamente, no ha frenado a los electores la experiencia nada brillante de grillini al frente de los ayuntamientos de grandes ciudades, de Roma a Turín.

Como ha escrito un colaborador de Avvenire, "la clase obrera se pasa de Marx a Rousseau". Dividen su confianza, hablando en términos generales, entre Luigi Di Maio y Matteo Salvini, los emergentes líderes de grillini y antiguos padanos, sin perjuicio del casi tercio que sigue votando a diversos grupos minoritarios, también de la izquierda. Algo semejante se aprecia, según encuestas serias, entre los estudiantes, aunque muchos de éstos han optado por la abstención.

Por otra parte, se ha roto –ojalá definitivamente- la clásica dialéctica italiana entre "voto católico" y "voto laico". Las encuestas señalan, en concreto, que no hay una postura específica de los fieles. Como explicó un directivo de Ipsos, el voto de los católicos practicantes –sociológicamente, los que van a misa una vez por semana- no se distingue de las opciones generales de los ciudadanos, aunque con cierta tendencia al populismo.

Los ciudadanos, más bien cansados de esperar, apuestan por caras nuevas, tanto personales como colectivas. Y se multiplican las sorpresas: la izquierda deja de ser la valedora de obreros y desfavorecidos, y quienes defienden valores éticos clásicos no se fían de la derecha... De ahí la confianza de los primeros en Luigi Di Maio, líder del movimiento populista 5 estrellas, y de los segundos, más que en Silvio Berlusconi, en Matteo Salvini, líder de la Liga del norte, próxima a la extrema derecha.

Salvo desde la perspectiva de la queja y la indignación, no es fácil entender el apoyo al movimiento 5 Estrellas, que ha conseguido el mayor número de votos, aunque está por ver si llegará al gobierno, en minoría o en coalición. Cuesta imaginar que pueda ser apoyado por los antiguos comunistas –ahora el capitidisminuido Partido Democrático de Matteo Renzi que, en su caso, debería sufrir una reconversión a lo Schulz -, y menos aún por los antiguos padanos, que tratan ya de extender su influencia política al sur, a la vista de inesperados resultados electorales, especialmente, el 5% logrado nada menos que en Sicilia (junto con el sorprendente 19,4% de la Emilia Romaña, tradicional feudo de la izquierda). Pero no es tampoco fácil imaginar otras soluciones.

Sensaciones de rechazo o malestar que, en ocasiones precedentes, se olvidaban ante las urnas o se refugiaban en la abstención, pueden haber sido determinantes en la caída de los partidos hasta ahora dominantes: dificultades económicas que no se resuelven, inseguridad ante el futuro –precariedad laboral-, excesivas desigualdades, aumento de la soledad en todas las edades de la vida, problemas de alojamiento, miedo al extranjero... Razones sintéticas quizá que justifican el voto, tanto de jóvenes –formados en el permisivismo y acostumbrados a que otros resuelvan las cosas sin esfuerzo propio- como sorprendentemente de mayores y pensionistas. Está por ver ahora el resultado efectivo del cambio. Y el riesgo de que todos se apunten a la queja, para poder caminar con la pancarta por delante. Sería la consolidación de la demagogia, la aristotélica enfermedad de la democracia.

 
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