Reforma de la empresa y reforma de los sindicatos

Sindicatos
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No es fácil entender la actual agitación en Francia, promovida por diversas formaciones sindicales, contra políticas concretas de Emmanuel Macron, que logró una mayoría espectacular en las aún recientes elecciones: en la campaña –dentro de su capacidad de sintetizar contrarios- el hoy presidente de la República no ocultó que tomaría esas medidas, hoy criticadas en la calle.

Se podría aducir la relativa afición del país vecino a las barricadas, desde la Revolución y la Comuna de París... hasta el fenómeno sintetizado en el “mayo del 68”, que cumplirá ahora cincuenta años.

Ciertamente, en toda manifestación pública hay una inspiración externa, sea del modo clásico de los viejos agitadores, no necesariamente a modo de tribunos de la plebe; sea a través de la viralidad provocada en las redes sociales, con características que admitimos, aunque no acabamos de conocer bien, al menos por mi parte.

Además, se repite el fenómeno de la no aceptación de la realidad, cuando afecta al propio interés o bolsillo. Me lo comentaba el catedrático de historia en la Sorbona Xavier Guerra, durante un paseo dominguero por el parque del Retiro en los setenta, cuando no había problemas con los árboles, quizá porque se regaba menos. Faltaba aún tiempo para la caída del Muro de Berlín, pero teníamos la evidencia intelectual del fracaso del comunismo. Y, desde su atalaya parisina, temía que el futuro iba a estar en manos del individualismo, de la defensa a ultranza del interés personal por encima de lo comunitario.

Quizá esa tendencia se haya apoderado del sindicalismo, también en Francia. Mi impresión es que los sindicatos franceses –que lo inundan todo, hasta la magistratura- son el principal obstáculo de reformas, especialmente en sectores tan sensibles como la enseñanza o la justicia. Aunque su fuerza parece reducirse a las grandes empresas públicas, como estos días respecto del equivalente francés de la Renfe.

Leo habitualmente el blog del profesor Antonio Argandoña, una de mis lecturas de economía. Desde su enseñanza sobre la llamada responsabilidad social de la empresa, voy conociendo la evolución del principal actor de la vida económica en los últimos tiempos. Se mantienen tics clásicos de poder, fenómeno que me interesó desde joven, hasta el punto de tomar como tema de tesis doctoral en los sesenta la figura del reglamento de empresa, como fuente del derecho laboral. Ciertamente, me preocupaba la cuestión sindical, en intento de superar el verticalismo de la época, apoyado en abundantes informes y resoluciones de la OIT, la organización internacional que pertenecía España, pero pasaba olímpicamente de sus criterios. No puedo olvidar las respuestas polémicas del diario Pueblo ante artículos periodísticos en los que vertía trabajos más bien académicos.

No tengo nostalgia. Al revés, me alegra haber contribuido, aun en poco, a la recuperación de la libertad sindical, que durante la Transición nos asimiló a los países europeos democráticos. Pero luego, a mi entender, las centrales siguen el ejemplo de las europeas, que se han encerrado demasiado en sí mismas, sin abrirse a la evolución de los tiempos, antes incluso de la actual revolución tecnológica. Y, como se comprueba estos días en Francia o en Cataluña, no acaban de distinguir entre acción social y vida política. Por si fuera poco, con el declive de la afiliación voluntaria, dependen demasiado de la financiación pública, en detrimento de su personalidad histórica.

El derecho de asociación fundamenta radicalmente la existencia de sindicatos y patronales. Hubo un tiempo en que se centraban en la lucha por la justicia, con predominio -no desaparecido- de los sindicatos de clase, que iban más en contra de la explotación que a favor de la configuración de un nuevo orden social. Prevalecía la reivindicación. Pero ese planteamiento se justifica cada vez menos en el conjunto de una vida económica compleja en continua evolución.

Basta pensar en el recurso a la huelga, que casi sólo se produce hoy en el sector público, quizá por la confluencia de dos rigideces: las grandes empresas amparadas por el estado, y los grandes sindicatos, más financiados también por subvenciones que por cotizaciones.

 

Mucho se ha escrito –y se ha avanzado realmente- en la que se llamó durante tiempo “reforma de la empresa”, aunque los grados de participación en su gobierno disten mucho de unos países a otros. Pero, ante lo que observo estos días en Francia, temo que los sindicatos –necesitados también de una refundación- se están quedando rezagados.

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