Símbolos de la lucha pro laicidad y secularismo

Desde que el presidente Jacques Chirac se empeñó en plantear nuevas leyes sobre laicidad, no ha dejado de crecer un conflicto hasta entonces más bien inexistente, a pesar del paulatino incremento de fieles musulmanes en el Hexágono francés, consecuencia sobre todo de la inmigración.

            En los últimos meses el problema se ha agudizado en el país vecino como consecuencia de la lucha contra el terrorismo, tras los diversos atentados de instigación islamista sufridos desde París a Niza. Las medidas adoptadas por el gobierno han bordeado el Estado de derecho, hasta el punto de provocar en su día la dimisión de la entonces ministra de justicia. Y algo semejante debería suceder ahora, tras la suspensión por el Consejo de Estado –muy distinto del español: allí es una especie de Tribunal Supremo en causas administrativas- de la prohibición del uso del burkini en algunas localidades marítimas, especialmente de la Costa Azul.

            La decisión suspende cautelarmente el decreto local porque podría significar un atentado a las libertades fundamentales. No parece que existan razones de orden público en el uso de una determinada prenda de baño para limitar esos derechos básicos de los ciudadanos. Las fotos de policías que obligan a una mujer a despojarse de la camisa en una playa del sur francés no contribuyen ciertamente a forjar una imagen de tolerancia y convivencia pacífica. Más bien al contrario, pueden incentivar a potenciales violentos, aunque, desde luego, los terroristas no necesitan muchas motivaciones para sus actos de barbarie y locura.

            La crisis de los partidos políticos tradicionales no justifica exacerbar este tipo de cuestiones, hasta convertirlas en argumento diferencial ante las elecciones presidenciales del 2017. En una época con importantes problemas de orden económico y laboral, con crisis internacionales de máxima entidad, da hasta pena que se utilicen como elementos para conseguir el apoyo ciudadano.

            Más aún, si se tiene en cuenta que una de las causas del declive de tantos países occidentales proviene del excesivo repliegue individualista, rayano en la insolidaridad social. En ese contexto, se impone más bien reflexionar sobre el sentido profundo de las creencias religiosas, que de ninguna manera pueden soslayarse con zafias invocaciones al comunitarismo, frente a una imposición cuasi universal de lo laico.

            No conozco el tenor literal de la decisión jurisdiccional del Consejo de Estado francés, pero da la impresión de que interpreta razonablemente las leyes, al defender la libertad individual y la libertad religiosa por encima de enfoques negativos de normas derivadas de una Constitución que utiliza el término laico para definir la república. Sin llegar a la interpretación de una laicidad positiva defendida en su momento por el entonces presidente Nicolas Sarkozy, no parece que se puedan justificar limitaciones un tanto arbitrarias. Porque, como se ha señalado estos días con razón, una radical negación de la presencia de lo religioso en la vida pública va contra infinidad de costumbres y tradiciones francesas vividas pacíficamente hasta ahora, incluso en regiones no concordatarias como Alsacia.

            Como suele suceder, estas decisiones sirven en bandeja un debate favorable a la extrema derecha –en concreto, al Frente Nacional de Le Pen-, que poco tienen que ver con la religión cristiana a pesar de ciertas apariencias; más bien, acentúa la faceta laica en la definición de la identidad francesa. El vicepresidente de ese partido, Florian Philippot, se ha apresurado a manifestar que todo símbolo religioso ostensible debería prohibirse en los lugares públicos: no sólo el velo islámico, sino también las grandes cruces o la kipá hebrea. Como explicó en una emisora de televisión, su partido quiere extender la ley chiraquiana de 2004, que prohíbe el uso de símbolos religiosos en las escuelas, a todo espacio externo: calles, transportes, lugares de trabajo, incluso universidades.

            Para el presidente del gobierno, Manuel Valls, la decisión "no agota el debate", en contra de la opinión de dos de sus ministras, encargadas de educación y sanidad. Sólo tiene razón en la medida en que, efectivamente, la presencia pública de las convicciones religiosas dista de ser cuestión pacífica en un país demasiado influido –como otros de Europa: acaba de comprobarse en una reciente reunión de la CDU de Angela Merkel en que se barajó prohibir el burka- por planteamientos laicistas.


 




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