Temor creciente por la pérdida de autonomía de Hong Kong

Aparte de la victoria de éste, significó la decisiva entrada de los medios audiovisuales en la política democrática, arranque de una evolución hacia el predominio de la sensibilidad frente a la razón. La participación de los ciudadanos a través de las redes sociales marca una cima difícil ya de superar. Y esa primacía de lo sensible explica la magnitud de miedos y esperanzas, difíciles de dominar en el plano intelectual.

Tal vez se explican así los temores que acompañan a la elección de Donald Trump, más allá de méritos y razonamientos. Comenzó el pavor de las bolsas, que parece haber remitido. Ha seguido el miedo de universitarios y gente contraria al candidato ganador, que no acaban de aceptar la victoria: no sabemos qué habría hecho él de haber perdido, tras haber manifestado insistentemente el peligro de manipulaciones. Ahora éstas parecen estar en la calle, y no sólo en Estados Unidos, como en los tiempos no lejanos de la batalla contra la guerra de Irak.

Pero el susto alcanza a muchos aspectos, casi siempre en función de las preferencias de quienes escriben. Por ejemplo, defensores de los acuerdos de París sobre cambio climático, como Le Monde, temen un golpe de timón radical, aunque el convenio no ha sido ratificado en Washington, y eso que la delegación estadounidense consiguió incluir matices que limitan negativamente su contenido.

Por su parte, The Washington Post ha dedicado un editorial al peligro que corren los derechos humanos en todo el mundo. En la práctica, Trump ha mostrado cercanía con líderes concretos más bien autoritarios, como el presidente egipcio Abdel Fatah al-Sissi, Vladimir Putin, Recep Tayyip Erdogan, o el sirio Bashar al-Assad, e incluso el atípico Rodrigo Duterte. En el caso de China, más bien es Xi Jinping quien se felicita por la elección de Trump.

En el diario Avvenire, un editorialista describe las posibles consecuencias en Asia, en los planos estratégico y económico, de una retirada de Washington a sus cuarteles de invierno. Riesgo para derechos humanos y geopolítica en esa área del mundo confluyen en la actual y agobiante presión de Pekín sobre Hong Kong, que va sufriendo límites crecientes a la libertad de expresión y a la reforma política lanzada en su día como “revolución de los paraguas”. No sólo no se renunciaría a contrarrestar la expansión china en la región, sino que se facilitaría, salvo que también en este punto el presidente electo replantee sus proclamas electorales una vez instalado en la Casa Blanca.

Desde luego, resulta inquietante la intervención unilateral de Pekín en la crisis política de la antigua colonia británica, tras las elecciones de septiembre. Dos jóvenes diputados independentistas se negaban a prestar juramento y aceptar el estatuto –basic law- que el primer ministro, designado por China, se niega a reformar en línea del deseado juego libre democrático para la designación del jefe de gobierno. El asunto paralizaba la constitución de la Cámara y había sido llevado a los tribunales. Pero se ha zanjado autoritariamente la cuestión, a través de una comisión ad hoc de la Asamblea nacional popular china, que ha declarado la inelegibilidad de esos candidatos.

Esta vez no se trata de la desaparición de editores, ni de presiones bajo cuerda contra la libertad de expresión: la Asamblea de Pekín utiliza unilateralmente, por vez primera, una facultad que figuraba en el acuerdo firmado con Londres en 1984, para dirigir el proceso de retrocesión de la colonia. Se rompe así el principio fundamental pactado en su día de “un país, dos sistemas”. Consistía en que, aun pasando a formar parte del Estado continental, Hong Kong conservaría su autonomía de gobierno, incluida la independencia del poder judicial y la libertad de prensa, tal como se aplicaba bajo dominio británico.

No parece fácil que la isla siga siendo una de las más importantes plazas financieras del mundo si se reduce o anula el Estado de derecho: además del conjunto de ciudadanos, los inversores cuentan con la pervivencia de un mínimo de seguridad jurídica, que no desea Pekín. Preciso sería que Trump renunciase al prometido aislamiento, y presionase a China, también para alejar el riesgo de choques de ultranacionalismos en Oriente y en el mundo.

 
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