La Unión Europea cumple sesenta años: si no existiera, habría que crearla

Pero mi temor viene de la falta de una jerarquía entre los cinco escenarios previstos en el estudio. Denotaría ausencia de sentido de futuro, capaz de dibujar horizontes más esperanzados frente al avance del euroescepticismo. Los escenarios son demasiado descriptivos, máxime cuando Juncker ha informado de que no seguirá en 2019 al frente de la Comisión.

El momento es crucial. Muchas amenazas se ciernen contra Europa. Las exteriores son fuertes, con una presión grande de Rusia y, sobre todo, de la China posmaoísta, y el imprevisible proteccionismo que puede imponer en Estados Unidos el presidente Trump. Más cerca, desde Turquía a Marruecos, la conflictividad no deja de agudizarse, con el riesgo de que el Mediterráneo pierda de nuevo su condición de pacífico Mare Nostrum.

Pero más graves son quizá las perspectivas agoreras en el interior de miembros importantes de la UE, donde crece el recelo ante Bruselas, con cierto arrepentimiento por haber cedido parcelas de soberanía estatal. El rebrotar de los nacionalismos no tiene la grandeza del romanticismo del XIX: más bien se apoya en balances y cuentas de resultados: lo que se gana y lo que se pierde con la permanencia en la Unión y en los planteamos financieros marcados por el Banco Central europeo, que deja poco margen a las viejas políticas monetarias.

Como ha recordado Juan Meseguer en Aceprensa, los padres fundadores no eran unos idealistas sin los pies en el suelo: comenzaron con la CECA, creada para establecer criterios comunes en materia de carbón y acero; puede parecer arcaico a la generación de las nuevas tecnologías, pero fue esencial en la segunda mitad del siglo XX. No soñaban con una Europa “de mercaderes”, menos aún de “eurócratas”, tópicos demasiado manidos por los escépticos. Pensaban más bien en políticas comunes, también en la diplomacia, la defensa, la cooperación internacional o la promoción social de los ciudadanos.

Quizá es fácil colgar pasquines para dar públicamente la bienvenida a unos refugiados que, luego, en la práctica, no acaban de aparecer en los términos previstos. Más difícil resulta coordinar políticas comunes en materia de asilo y acogida, pues siguen siendo –a pesar de acuerdos coyunturales- competencia de los diversos Estados miembros.

Sin embargo, se trata de una de las piedras angulares para la configuración del futuro de Europa. Junto con Estados Unidos, el viejo continente ha ido por delante en el reconocimiento de la dignidad humana y de los derechos y libertades básicas de la persona; por mucho que se repita el estereotipo de la occidentalización de esos derechos, las cancillerías de cualquier país del mundo acaban invocándolos, como ahora en el conflicto diplomática entre Corea del norte y Malasia...

Resulta esperanzadora la enmienda aprobada por la Cámara de los Lores británica con relación al Brexit. Lo más probable es que no prospere, porque volverá a los Comunes, que rechazaron ya una disposición semejante. Pero refleja un gran principio democrático común, la irretroactividad de las leyes: el objetivo es garantizar a tres millones de ciudadanos europeos en el Reino Unido el derecho automático a residir después de la entrada en vigor del Brexit. Evitarían el calvario que supone la obtención del permiso de residencia.

En parte, refleja también la posibilidad de reconducir la causa de la UE justamente en momentos de crisis: la capacidad de reacción ante amenazas inminentes que parecían sólo teóricas. Ciertamente, en la cultura de occidente el predominio de la persona lleva a la desconfianza ante las instituciones, como recogen continuamente las encuestas. No es sólo problema de Bruselas ni del Washington trumpiano. Basta pensar en la crisis de la prensa: aparte del avance tecnológico, denota la pérdida de confianza en su independencia real.

En ese contexto, considero insuficientes el análisis y las propuestas de Juncker que, al cabo, se han escrito desde dentro, con la idea de que las soluciones de futuro procedan de los Estados, no de la Comisión. Faltan líderes europeos que devuelvan la esperanza a los ciudadanos, para la construcción de los espacios comunitarios comunes, comenzando por la firme defensa de los derechos humanos básicos. También para frenar el ascenso de personas como Geert Wilders, que encabeza los pronósticos para las elecciones del 15 de marzo en Holanda, aunque lejos de poder formar gobierno: su promesa de limitar la inmigración y el Islam no afecta a la prosperidad económica de ese país, sino al deseo de que no “acabe como Ámsterdam o Rotterdam”.

 

El entonces Mercado Común Europeo arrancó en 1958, según lo previsto en el Tratado de Roma, firmado el 25 de marzo de 1957, hará pronto sesenta años. El aniversario merece mejores y más esperanzados festejos.

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