Hacia la abolición del secreto bancario en Suiza

            No es casual que una importante ONG dedicada desde Berlín a la lucha contra la corrupción tenga el nombre de “Transparencia internacional”. Sin duda, la posibilidad de tener acceso más o menos público a la información económica, contribuye a evitar movimientos o actividades financieras que eludan la legalidad, si es que no la traspasan por completo.

            Hace ya muchos años que la OCDE se marcó objetivos ambiciosos contra los paraísos fiscales, evidente origen de corrupciones y del sostenimiento de conflictos bélicos regionales, cuando no de los terrorismos que actúan en el mundo. Las recomendaciones incluían lógicamente el deseo de un mayor esfuerzo en la lucha contra la evasión fiscal. Pilotados en parte por Estados Unidos y su ley “Fatca” de 2010, cinco Estados de Europa –Alemania, Francia, España, Gran Bretaña e Italia‑ se pusieron de acuerdo para establecer mecanismos automáticos de información sobre los movimientos de cuentas bancarias en el extranjero. Por entonces, según una estimación de la asociación Tax Justice Network, existían al menos 21 billones –en el sentido castellano del término‑ de dólares de activos financieros privados no declarados: el equivalente a la suma de las economías americana y japonesa.

            En esa línea, sólo parabienes merece la noticia de que la Confederación Helvética se incorporará en 2018 a ese sistema de intercambio de datos fiscales, aun a costa de suprimir el hasta ahora sacrosanto principio del secreto bancario. Probablemente, las autoridades suizas no podían por menos de reaccionar ante escándalos de carácter internacional protagonizados por las más importantes instituciones financieras del idílico país. La información procede de Le Monde, que se refiere a un mandato de negociación confiado por el Consejo federal al secretario de Estado de cuestiones financieras internacionales, para comenzar conversaciones en Bruselas.

            El diario de París da la bienvenida a la que “será una etapa importante hacia la normalización de Suiza, estigmatizada durante mucho tiempo por su opacidad y su rechazo a cooperar con las administraciones o la justicia de países extranjeros en casos de investigaciones fiscales. Los especialistas consideran que el intercambio automático de datos es el mejor instrumento de lucha contra la ocultación de patrimonios en el extranjero”.

            Se trataría de promover una reforma a fondo de la legislación, para permitir con carácter general acciones que vienen realizándose a cuenta gotas. De hecho, Suiza facilitó recientemente a Francia los expedientes de varios cientos de clientes de varios bancos suizos, sospechosos de haber cometido fraudes fiscales. Las propias entidades financieras, con oficinas en muchas ciudades francesas, podrían ser sancionadas con multas de miles de millones de euros (actualmente, en manos de la justicia). Hasta ahora, que yo sepa, sólo había sucedido algo semejante en Estados Unidos.

            El asunto de las visas de Cajamadrid, omnipresente últimamente en los medios, no es nada al lado de los grandes affaires europeos y americanos. Por desgracia, la globalización económica consolidada en el siglo XX, ha producido también efectos perniciosos en la ética pública y, más en concreto, en la de las finanzas internacionales.

            Ciertamente, la clave está en la ética personal de los protagonistas. Pero se impone avanzar en medidas legales que, al menos, hagan más difíciles los fraudes y la corrupción. El Parlamento europeo quiere seguir avanzando, para evitar decididamente la cooperación con países en vías de desarrollo con regímenes o gobiernos corruptos. La propia Unión Africana estima que la corrupción, un gran freno para la promoción de esas regiones, representa el 25% del PIB anual del continente negro, unos 148.000 millones de dólares.

            En el futuro inmediato es preciso exigir –más aún a los países desarrollados‑ máxima limpieza y transparencia en la vida pública y económica, de acuerdo con la convención de la OCDE de 1997 y de la ONU de 2003. El problema afecta a todos, no sólo a políticos o funcionarios gubernamentales. Ha de implicarse la sociedad civil, los medios de comunicación, y no digamos las empresas multinacionales.

 
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