La difícil adaptación de la socialdemocracia a los cambios económicos y sociales

            El avance de la extrema derecha en Suecia ha devuelto al poder al partido socialdemócrata. A pesar de la diferencias y del muy diverso sistema electoral, refleja una evolución semejante a la que desbancó a Nicolas Sarkozy del Elíseo. Pero apenas dos años después, y a pesar de la mayoría parlamentaria suficiente para conceder la confianza al gobierno de Manuel Valls, un gran debate francés se centra en torno a la redefinición del socialismo, sobre todo, cuando las políticas económicas reales no se distinguen de las aplicadas en otros países por los conservadores, salvo quizá en términos de eficacia.

            La crisis denota la gran paradoja marxista, que llevó la economía y la producción industrial al centro de la vida social y política, frente al clásico d’abord la politique! El SPD alemán pudo levantar cabeza desde el congreso de noviembre de 1959 en Bad Godesberg: supuso la ruptura con viejos dogmas, de modo singular, la propiedad pública de los medios de producción. Felipe González seguiría esa estela en España veinte años después, y tres años más tarde llegaría a la Moncloa.

            Mucho ha cambiado la cultura y la sociedad desde entonces, hasta el predominio de lo que dio en llamarse pensamiento único. Es preciso zafarse de nuevos dogmas, unidos en parte a los implacables criterios de lo políticamente impuesto, para recuperar capacidad de análisis y de praxis. No parece prudente abandonar la construcción social a mercados y manos invisibles (que, al cabo, resultan patentes).

            En edición del 17 de septiembre, Le Monde presentaba un debate en términos interrogativos –“¿cómo evitar la muerte de la izquierda?”‑, con una frase demoledora, que podría haber escrito alguien de extrema derecha. Traduzco: “Desorientación política. Desmoronamiento ético. Quiebra moral y doctrinal. La izquierda gubernamental está en estado de coma cerebral. Sin haber podido cerrarlas, las fracturas entre la izquierda colbertista y la izquierda liberal, entre la izquierda ‘progresista’ y la izquierda ‘modernista’, estallan en pleno ejercicio del poder. Signo de los tiempos, una cohorte de políticos egóticos e incívicos [omito nombres propios] gangrena un quinquenato que debía marcar la ruptura con el sarkocismo desbocado y restablecer, en la cumbre del Estado una ’republica ejemplar’”.

            La crisis no es sólo de la izquierda, en el poder o en la oposición. Sin caer en planteamientos apocalípticos, se trata probablemente de un fin de ciclo histórico: aparecen en primer plano las manifestaciones de la decadencia, sin que afloren nuevas ideas capaces de reconstruir la convivencia en un mundo ciertamente global, más por la tecnología digital que por las finanzas.

            Con su pavor ante la metafísica y los absolutos ‑¿cómo olvidar las veleidades nazis de Heidegger?-, el pensamiento postmoderno ha mostrado su incapacidad inspiradora, aunque haya influido demasiado en la izquierda europea. De la gran crisis actual no se sale con la búsqueda de pequeñas parcelas de sentido, salvo que se acepten no como término, sino como punto de partida, más allá del corto plazo. El futuro no se gana con el “todo a cien”.

             En pleno deterioro ético, no se puede tampoco despreciar la aportación religiosa, como mostró paradigmáticamente el conocido diálogo entre Habermas y Ratzinger en los comienzos del siglo XXI. Es más: la revolución tecnológica –aparte de coyunturas transitorias‑ invita a reelaborar la teoría del trabajo y del tiempo libre, y a dar más cancha a la llamada economía de la gratuidad. Jacques Attali se permite en esa línea recordar la herencia cristiana presente en el socialismo a través del amor del trabajó, del salario justo, de la cooperación social sinónimo de la fraternidad. ¿Cómo no lamentar, en el contexto de primacía de la condición humana a través del trabajo, en los grandes fraudes de sindicatos y patronales europeas en materia de formación profesional?

            Tampoco veo soluciones de la mano del socialliberalismo. Me parece válida la preeminencia de las libertades reales sobre las formales. La socialdemocracia supo impulsar la dimensión solidaria de los derechos humanos. En fechas recientes, y aunque haya tenido valedores en la opinión pública, cavaría su fosa al conceder prioridad a los aspectos más individualistas de la ética social, que desvertebran la convivencia con leyes aparentemente igualitarias y progresistas en materia de familia o sexualidad. Sustituida la cuestión social por la cuestión ética, hay que recuperarla con nuevos enfoques, abandonando la tentación de la retórica.

            Por ahí se fomentarían políticas que recuperasen una más auténtica lucha contra las desigualdades, y fomentasen de veras la batalla del medio ambiente, entendida como gran solidaridad entre las generaciones. Y volvería al primer plano la recortada cooperación internacional, pues –como repetía Pablo VI‑ el desarrollo es el nuevo nombre de la paz.

 
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