Año nuevo: brindis por el futuro de la democracia en el mundo

Zelensky.

La gran acogida de Zelensky en Washington –no sólo en la Casa Blanca- viene a confirmar la esperanza de que Ucrania salga adelante, y anima a cuantos luchan por las libertades democráticas en el mundo, aunque deban enfrentarse con gravísimos obstáculos. No es posible ya caer en optimismos a lo Fukuyama. Pero, si en 1990 cayó el Muro de Berlín, vale la pena pensar en que no son más fuertes las defensas del Kremlin, ni la novísima muralla china, ni la cerrazón de las repúblicas islámicas, ni la edulcorada lasitud de tantos estados occidentales.

En Ucrania no se libra una lucha entre potencias que intentan recrear el mapamundi, ni mucho menos de repetir los errores de Yalta al final de la última gran guerra. No se trata solo de la defensa –sería ya una gran legitimación- de la independencia de un Estado frente a la invasión de un vecino prepotente. Por eso, los ciudadanos europeos estamos dispuestos a aceptar límites ostensibles –confiemos en que Alemania valore la herencia de Angela Merkel y no caiga en la nostalgia de su amplio bienestar-: está en juego la libertad de un pueblo frente a un neototalitarismo mezcla de comunismo y zarismo, que se presenta como defensor de grandes valores –no incluye la verdad ni la libertad-, frente a la opresión de los decadentes y depravados occidentales.

También los ayatola de Teherán envuelven su represión en el nada inexpugnable celofán de la corrupción de occidente. Ciertamente, se puede entender que una mentalidad teocrática se identifique con el Creador y declare la guerra a los enemigos de Dios (esa enemistad  lleva a la horca a ciudadanos iraníes inficionados estos días de un virus para ellos libertario). Y, desde esa perspectiva, resulta imposible separar el grano de la paja: comprender el proceso de secularización, efecto en cierto modo involuntario de las grandes inspiraciones del siglo de las luces. 

No voy a repetir lo que he escrito sobre Pekín y Hong Kong, aunque sigo sintiendo mucha pena por el silencio clamoroso ante la gran injusticia que está cometiendo el régimen de Xi Jinping al incumplir con desfachatez compromisos asumidos formalmente en tratados internacionales. Me duele la farsa judicial que mantiene encarcelado a un católico, Jimmy Lai, que cometió el pecado de poner al servicio de la democracia los medios de comunicación que había creado con su esfuerzo profesional. Pero espero grandes bienes del mal que sufre ahora el continente amarillo, aunque no lleguemos a conocerlo del todo, porque el cambio político respecto de la pandemia lleva consigo dejar de trasmitir pseudoinformación sobre víctimas del coronavirus.

Se confirma así una vez más que la mentira es el gran cimiento de toda autocracia. Al contrario, la defensa de los sistemas democráticos exige promover la veracidad: no es lamentación estéril denunciar las manipulaciones, protestar contra la ley del embudo, invertir el sentido de la palabra dada contra toda exigencia del principio de no contradicción. No todo es política. Ni vale todo en la política. 

Al revés: la aceptación de valores fundacionales asegura la participación ciudadana en la vida democrática. Uno de sus grandes principios es justamente reconocer que la importancia primordial de la voluntad popular, expresada libremente en las urnas, no convierte a sus representantes en autoridad absoluta, es decir, no los libra de someterse a las reglas del juego constitucional y, por tanto, al adecuado control extraparlamentario: una democracia moderna se sustenta en la soberanía compartida, actuada por consejos y organismos independientes y, sobre todo, por los competentes en materia de garantías constitucionales.

Es preciso reaccionar, en lo posible, ante los primeros síntomas: el camino de los autócratas –de la derecha y de la izquierda- suele comenzar por el ataque a la independencia del poder judicial. Lo vemos en España y en varios estados europeos, pero reaparece con demasiada frecuencia, como ahora en Israel, donde la coalición presidida por Benjamin Netanyahu tiene al Tribunal Supremo en su punto de mira.

Hace unos días, una crónica de Gilles Paris, editorialista de Le Monde, lamentaba que el número de las 34 democracias liberales del mundo era el más bajo desde 1995. Su relato me movió a escribir estas líneas, casi como un brindis de fin de año por la democracia en España y en el mundo: ut vivat, crescat et floreat!

 
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