El grito antiterrorista en Europa calla ante el absoluto musulmán

            Tuve ocasión de afirmarlo hace unos días, ante preguntas por amenazas mundiales en 2015: la gravedad de la violencia islamista que se expande como las antiguas pestes medievales. Estos días, al intentar separar al Islam de sus elementos más radicales, se olvida una realidad anunciada desde la última década del siglo pasado, con la caída del absoluto comunista. El siglo XX sufrió lo indecible con los dos absolutos de esa centuria: nazismo y comunismo. Pero este último venía siendo en la práctica, por razón de fronteras y alianzas, un freno para el absoluto derivado de las creencias en Mahoma, deficitario de racionalidad –por usar términos respetuosos‑, como señaló en 2006 Benedicto XVI en su lección de Ratisbona. Pocos se atreven a recordarla estos días, y menos aún a reconocer la trivialidad de sus críticas de entonces al cultísimo pontífice. Repiten, sin pensarlo mucho, frases del tipo “movilizar a los musulmanes moderados contra los yihadistas”. ¿Acaso se puede ser moderado en las creencias? Así, la delegación marroquí para la manifestación en París, encabezada por el ministro de Exteriores, no desfiló por la aparición de caricaturas de Mahoma.

            Algunos supervivientes de Charlie Hebdo fustigan a supuestos amigos, que no les habían defendido años antes –cuando se organizaban en Pakistán manifestaciones multitudinarias contra ellos‑, y les olvidarán pronto, ante intereses más inmediatos: gajes del pragmatismo occidental, capaz de sustituir continuamente unos valores por otros. Los satíricos violenta e injustamente asesinados no aceptarían nunca ortodoxia alguna, tampoco en esta monolítica defensa de que gozan post mortem. Basta pensar en la reacción de su redactor jefe, incluida en Le Monde del pasado día 11: se mofa del repique de las campanas de Notre-Dame, y subraya así irónicamente la inspiración de un medio anticlerical, festejado unánimemente hasta en la célebre catedral de París. Incluso, un miembro de la redacción justifica su ausencia en la manifestación del domingo.

            La respuesta un tanto histérica de líderes y ciudadanos refleja quizá el predominio de una de las causas del declive occidental: priman las sensaciones sobre la razón en una sociedad dominada por el impacto breve, pero fuerte, de lo audiovisual. Y surgen las grandes contradicciones: la reacción universal contra esa plaga criminal en la calle y en los medios de comunicación –páginas y páginas, horas de antena‑ es el gran triunfo de los inductores del atentado. Al contrario, y aunque a los criminales no les importa, la violencia hace resurgir a una revista moribunda, con difusión decreciente, al borde la quiebra, que había dirigido patéticas peticiones de ayuda económica a sus lectores fieles.

            En circunstancias normales, no habría escrito sobre este tema, para no contribuir al objetivo clásico del  terrorismo: la notoriedad. Pero está tan en el ambiente, que no puedo callar: considero indispensable abordar más a fondo el problema del absoluto musulmán, que causa miles de víctimas en todo el mundo: desde la penosa persecución contra los cristianos –a veces, hasta la extinción en lugares del Oriente próximo, donde vivían pacíficamente desde hace veinte siglos‑, hasta las tragedias de Nigeria por la acción de Boko Haram.

            Alguien pensará que formo parte de quienes “atizan la islamofobia en Europa”. En modo alguno. Recuerdo y comento brevemente hechos durísimos (no sin culpa de gobiernos y agencias de inteligencia occidentales), que afectan fundamentalmente a cristianos indefensos. Sin duda, Charlie Hebdo es una revista blasfema: pero sus redactores no merecen la muerte; menos aún, Asia Bibi –ejemplo entre cientos‑, madre de familia acusada injustamente y condenada por sedicentes tribunales de Pakistán. No estoy contra la islamización de Occidente (como el movimiento alemán Pegida, con sucursales ya en otros países), sino por una nueva evangelización, que no se impone: se propone.

            En las señas de la identidad de la actual Europa figura la modernidad “que ha dado al mundo el ideal democrático y los derechos humanos”, inseparables de la herencia cristiana, como afirmaba Juan Pablo II en su carta Ecclesia in Europa, de 2003. Ahí se animaba a profundizar en la estructura moral de la libertad, para proteger “la cultura y la sociedad europea tanto de la utopía totalitaria de una «justicia sin libertad», como de una «libertad sin verdad», que comporta un falso concepto de «tolerancia», precursoras ambas de errores y horrores para la humanidad, como muestra tristemente la historia reciente de Europa misma”. Ciertamente se trata de conceptos básicos, de cuño cristiano, y más bien ajenos a la doctrina coránica.

            No dejo de sentir temor estos días por la reacción dominante, eco de la guerra contra el mal de George W. Bush, que puede ahogar aún más las libertades ciudadanas, aun en nombre de la libertad de expresión o la defensa contra el terrorismo. Pretender una irreal “seguridad cero”, en este campo ‑como en todos‑, lleva a la multiplicación de prohibiciones agobiantes. Sin ponderación –sin prudencia‑, los criminales seguirán campando por sus fueros, y abonarán la factura ciudadanos pacíficos, inermes ante el mito de una seguridad que no puede conseguirse sólo con políticas policiales o militares, aunque sean necesarias ante el probable cambio de estrategia del yihadismo.

 
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