Barack Obama en el aniversario de Nelson Mandela: diagnóstico sin remedios

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Barack Obama en el aniversario de Nelson Mandela

Me ha parecido interesante el texto de la conferencia de Barack Obama en Johannesburgo el pasado 18 de julio, día en que Nelson Mandela habría cumplido los cien años.

Aparte de su dominio de la retórica política, hizo un buen balance de los problemas que aquejan al mundo. Más de uno le reprochará sus errores o sus omisiones como presidente de Estados Unidos para enderezar tantas cuestiones, ya advertidas entonces por muchos. Pero tiene interés el discurso, no tanto en sus recuerdos históricos, sino desde la perspectiva de la situación actual, al margen de las críticas veladas al presidente Trump o las explícitas a Rusia o China. Sean estas líneas apenas un breve resumen de sus palabras.

Nelson Mandela ha contribuido a que el respeto a las libertades básicas y al estado de derecho obtengan carta de ciudadanía –al menos, teórica: “las viejas estructuras de poder y privilegio, de injusticia y explotación nunca desaparecieron del todo”- en la mayoría de los países.

La globalización económica y la difusión de Internet constituyen un motivo de esperanza, matizado por “el hecho de que los gobiernos y los poderosos no hayan afrontado verdaderamente los fallos y las contradicciones de ese orden internacional”: “es una de las razones por las que gran parte del mundo corre hoy el peligro de volver a una vieja forma de actuar más brutal y peligrosa”.

La globalización disminuye drásticamente la demanda de determinados tipos de trabajo, debilita a los sindicatos, y facilita transacciones ilícitas de las multinacionales, así como su influencia inmediata en los medios de comunicación y en la vida política. Crecen las desigualdades, también respecto de la mujer. Y surgen reacciones antisistema, que llegan incluso al violento terrorismo del 11-S, y se manifiestan en occidente en partidos nacionalistas y populistas xenófobos.

Con Mandela, Gandhi, Martin Luther King y Abraham Lincoln, Obama reitera su credo “en una idea de igualdad, justicia, libertad y democracia multirracial, construida sobre la premisa de que todas las personas son iguales y nuestro creador dio a todos unos derechos inalienables. Y creo que un mundo regido por esos principios es posible y puede lograr más paz y más cooperación en busca del bien común”. Lo confirma desde el hecho de que “las sociedades más prósperas y triunfadoras del mundo, las que tienen el mayor nivel de vida y mayor grado de satisfacción entre su población, sean precisamente las que más cerca están de ese ideal progresista y liberal”. Al contrario, los nacionalismos acaban en guerras civiles o externas.

Pero la batalla por la libertad y la democracia, la lucha contra las desigualdades, no están ganadas de antemano. Lejos de los excesos capitalistas o comunistas que ha conocido la historia reciente, “en casi todos los países, el progreso dependerá de un sistema de mercado integrador, que asegure la educación a todos los niños, que proteja la negociación colectiva y garantice los derechos de todos los trabajadores, que rompa los monopolios para fomentar la competencia en las pequeñas y medianas empresas, y que tenga unas leyes que acaben con la corrupción y garantice el juego limpio en los negocios; que mantenga cierto tipo de fiscalidad progresiva para que los ricos sigan siendo ricos pero devuelvan algo a la sociedad, de modo que todos los demás ciudadanos tengan dinero para financiar la sanidad universal y la jubilación”. Obama se refiere a los retos que plantea el avance tecnológico, especialmente respecto de la dignidad humana del trabajo. Apunta la realidad que se va imponiendo, pero se limita a una apelación genérica a ser más imaginativos.

Por otra parte, Mandela enseña que la democracia no se agota en la celebración periódica de elecciones: “Él comprendía que no se trata sólo de saber quién tiene más votos. Se trata de la cultura cívica que construimos y que hace que la democracia funcione. Incluye la aceptación radical de la igualdad del ser humano, con independencia del color de su piel o del sexo. Ciertamente, la democracia tiene límites, “pero la eficiencia que ofrece un autócrata es una falsa promesa”.

Casi al final de su discurso, Obama hizo un gran canto a favor de la verdad, en un mundo en que se miente cada vez más. Reconoce y probablemente piensa en sí mismo cuando afirma con razón que “debemos resistirnos a caer en el cinismo”, y que “los políticos siempre han mentido, pero, normalmente, cuando se les pillaba, se mostraban contritos. Ahora siguen mintiendo”.

Muy al contrario, Mandela recuerda: “Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, sus orígenes o su religión. La gente tiene que aprender a odiar, y, si puede aprender a odiar, también puede aprender a amar, porque el amor es algo más consustancial al corazón humano”. Y Obama lo repropone como estrella polar y guía para seguir avanzando en el camino de la libertad y la paz.

 

¿Cómo no estar de acuerdo con una bella utopía, alejada de la realidad, pero más atractiva que la mera insumisión o la ley del más fuerte? Seducen estos discursos morales, que subrayan los fines sin ofrecer esos medios propios de la política, el arte de hacer posible lo necesario.

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