Cambios en la cultura del trabajo en los cinco continentes

Cola del paro en una oficina del INEM
Cola del paro en una oficina del INEM

Como en tantos aspectos de la vida, la pandemia ha acentuado tendencias que se venían observando en la evolución social. Así, en la visión de la gente joven ante el empleo. Ciertamente, en determinados países se acusan más dificultades que en otros para conseguir un trabajo. Pero no a cualquier precio, ni con las condiciones más o menos tradicionales. Y no afecta sólo a los hijos de familias acomodadas, porque en muchos lugares han ido creciendo las prestaciones sociales del tipo renta básica universal o renta mínima solidaria.

         En el actual panorama laboral advierto dos posibles tendencias bastante acusadas. La primera es la desaparición de la conciencia de clase, si es que existió realmente o fue una de las ilusiones creadas por el marxismo desde el siglo XIX. Puede ser una de las principales causas de la desorientación del movimiento sindical y, sobre todo, de los partidos socialistas o laboristas. Explicaría también el auge del voto obrero favorable a populismos, como en Francia el Frente Nacional (ahora Rassemblement).

         La segunda es el comienzo del rechazo del trabajo como fin en sí mismo, y no como medio para obtener fines, muy distintos según la mentalidad y los intereses de cada persona. Lleva consigo la progresiva dignificación social de la formación profesional, entendida no como alternativa vergonzante a la enseñanza universitaria, sino como recurso para adquirir y mejorar habilidades al servicio de proyectos personales tal vez difusos, pero reales. A la vez, resulta inseparable de la crítica a los horarios laborales excesivos, especialmente de los más jóvenes, como requisito indispensable para la promoción personal, y para evitar cualquier aire de explotación humana.

         Ni que decir tiene que los grandes temas, que probablemente configurarán el futuro, brillan por su ausencia en el debate sobre las reformas y contrarreformas laborales de las que tanto se ha hablado últimamente en España. Son como gajes cuantitativos de un modelo intervencionista que se demuestra cada vez más arcaico, aunque forzoso es reconocer que no es oro todo lo que reluce en el proceso de uberización en tantas facetas del sector servicios.

         El proceso ha nacido en Estados Unidos, de donde proviene ahora también la que ha dado en llamarse gran dimisión: el fenómeno real de millones de trabajadores que perdieron su empleo por las crisis empresariales derivadas de la pandemia, pero no quieren recuperarlo cuando comienza la normalización. No depende sólo, ni mucho menos, de planteamientos salariales: está en primer plano el sentido de la propia vida o de la propia profesión.

         La progresiva tecnificación de la sociedad moderna no deja de manifestar aspectos inquietantes, en la medida en que avanzan también las dosis de la deshumanización. Así, la pandemia ha servido para redescubrir la importancia esencial de las profesiones relacionadas con el cuidado, que no habían recibido una justa valoración social, tal vez por no ser cuantitativa su eficacia, imposible de reducir a asientos de cuenta de resultados.

         Pero el individualismo rampante no puede dar respuesta satisfactoria a las exigencias propias de las tareas con un prevalente sentido comunitario que, por otra parte, debería estar presente en todas, de acuerdo con la emergente doctrina de la responsabilidad social de la empresa. Sin embargo, la gran dimisión refleja en gran medida cómo se difumina el valor del compromiso, de la lealtad a las empresas, también porque más de una ha demostrado su ceguera para cuanto no sea beneficio –indispensable, pero no exclusivo ni menos aún excluyente. Desde otra perspectiva, especialmente desde la auténtica configuración de la identidad humana, lo explicaba brillante y sintéticamente Josemaría Carabante en estas páginas el último fin de semana.

         Lo cierto es que en Estados Unidos más de 38 millones de personas -de 162- dejaron su empleo en 2021, y el 40% de los dimitidos sigue sin trabajo, según una encuesta de McKinsey. Se produce la paradójicamente convivencia de 10,5 millones de empleos sin cubrir con 6,3 millones de parados. Las razones principales se encontrarían en la remuneración, en el equilibrio entre trabajo y vida personal, en la salud física y emocional.

         Curiosamente, el fenómeno alcanza a la China regida por un partido comunista omnipresente, como describía el corresponsal de Le Monde en Shanghái el 23 de enero: jóvenes menores de 30 años prefieren ‘quedarse en la cama’, posible traducción del tang ping -condenado expresamente por el presidente Xi Jinping en octubre-: consiste en ir a mínimos en el lugar de trabajo y preferir una dedicación parcial para vivir la vida participando lo menos posible en el sistema; la joven generación china, más rica y mejor cualificada, se enfrenta a un entorno menos favorable, y no pretende hacer horas extraordinarias; al buscar trabajo dan más importancia a ser respetados y a las interacciones sociales, siempre sobre la base de exigir compensación a cualquier esfuerzo.

 

         En todo caso, la tendencia en América, como en China o en Europa, valora la búsqueda o la promoción de iniciativas con auténtico contenido humano. No es propiamente una revolución o un movimiento anti-trabajo, sino más bien un fenómeno cultural y social que recuerda la expresión “socialismo con rostro humano”, que ejemplificó la lucha contra el comunismo en algunos países europeos allá por los años sesenta.

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