El caso Kavanaugh, síntoma de una grave enfermedad democrática

Brett Kavanaugh.
Brett Kavanaugh.

No pensaba escribir sobre este caso, a pesar de su gravedad, porque carezco de datos para juzgar y, sobre todo, porque me parece profundamente anómalo e injusto. Tengo la impresión de que se trata de un intento desesperado de la oposición de evitar la confirmación de un nombramiento propuesto por el actual presidente. La praxis americana es sencilla y más bien aleatoria: los jueces del Tribunal Supremo son vitalicios y, cuando se produce una vacante –por muerte o dimisión-, corresponde el nombramiento a quien ocupa en ese momento la máxima magistratura de la Unión. El procedimiento de confirmación parlamentaria asegura la cualificación del candidato, no sus afinidades políticas, que lógicamente son cambiantes.

Por la historia y por tantas películas y series, es bien conocida la triquiñuela que suele designarse como filibusterismo. En cierto modo, lo practicaron los republicanos, para evitar que Barack Obama nombrara al sucesor de Antonin Scalia, fallecido súbitamente cuando no faltaba mucho para una nueva elección presidencial. Y lo aplican ahora los demócratas, tratando de que Anthony Kennedy no sea sustituido antes de la renovación del Congreso que se producirá a comienzos de noviembre. Como ha señalado Juan Meseguer, el proceso discurría ya por “derroteros inusualmente broncos”, antes de que saltase la liebre de las supuestas agresiones sexuales.

Escribo tras la lectura del editorial de La Vanguardia, en su edición digital del día 28. El diario, no precisamente extremista, recuerda la expectación despertada por la sesión de la víspera, “donde el aspirante a la más alta representación de la justicia debía convencer sobre su inocencia en tiempos marcados por el #MeToo, un movimiento que señala un antes y un después en cómo la sociedad juzga las relaciones de poder y las sexuales, a menudo trenzadas, que entablan las personas. El cambio propiciado por #MeToo es de grandes dimensiones. Lances que antaño hubieran sido silenciados y carecido de consecuencias, salvo para sus víctimas, saltan ahora al primer plano”.

Después de resumir los efectos que pueden derivarse del caso, concluye el editorial con una frase que me parece profundamente injusta: “A la espera de acontecimientos, podemos adelantar que difícilmente puede presentarse ya a Kavanaugh como un candidato idóneo para el Supremo. Uno de los nueve jueces más influentes de EE.UU. no puede propiciar dudas sobre su integridad ética ni sobre la rectitud de su conducta. Y Kavanaugh ya las ha propiciado”.

No es necesario conocer el precedente de Anita Hill sufrido por Clarence Thomas al final del siglo XX. Un lector de la Biblia, o de lo que en las escuelas españolas se llamaba Historia Sagrada, sabe de la injusta condena de José en Egipto... Menos conocida es quizá la parábola del juez inicuo relatada en los Evangelios. Desde luego, la denuncia de una mujer drogada recuerda paradójicamente la crítica de san Agustín de Hipona a los testigos dormidos que guardaban la tumba de Jesucristo... Pero deseo recordar simplemente que existe la calumnia, que estudié en la Facultad de Derecho como falsa imputación de hechos delictivos. Lógicamente, la prueba corresponde al acusador, entre otras razones, porque puede ser imposible demostrar la propia inocencia.

Aunque no suelo hacerlo, aduciré un suceso personal. Hace más de treinta años recibí un telegrama con la citación perentoria de un juzgado de la plaza de Castilla de Madrid. Gracias a un hermano abogado en ejercicio acudí sabiendo de qué se trataba: el vigilante nocturno de unas obras en Getafe había advertido un robo de cobre, pero sólo pudo anotar la matrícula del coche de los ladrones, que era justamente la de mi sencillo Opel... ¿Cómo probar que no fui yo, habida cuenta además de que la denuncia llegaba unos seis meses después? Desde luego, no había ningún indicio en un vehículo guardado en el amplio garaje de la comunidad de vecinos: resultaba posible, aunque no probable, robarlo, hacer la faena en Getafe y volver a dejarlo... Menos mal que la fecha de autos coincidía con un viaje a Sevilla, para participar en un acto público de un Colegio Mayor. Así lo expliqué a la funcionaria judicial que me atendió, y firmé lo que escribió, no sin añadir a mano una tilde, para evitar confusiones. Me olvidé hasta meses después, en que llegó un nuevo exhorto del juez de Getafe: pedía un documento acreditativo de mi declaración; mi palabra no era suficiente... La del vigilante de las obras, que probablemente se despertó tarde, sí.

Hoy, no las autoridades judiciales, sino la opinión pública, tiende a aceptar la verosimilitud de las acusaciones, especialmente si se dirigen a personalidades de relieve público, con la injusta inversión de la carga de la prueba. Sobre todo, con la condena inmediata y amplísima en medios audiovisuales y redes, que pueden causar daños irreparables al acusado (uso el masculino genérico, que incluye también excepcionalmente a una acusada).

A ese deterioro de la buena fama contribuyen mucho ciertos debates parlamentarios, protegidos por la inmunidad de los responsables. Estoy por la supresión de los aforamientos, pero precedida de una reforma seria de la ley de enjuiciamiento criminal que evite las dilaciones: danzó por juzgados una cuestión contra mí, que podía haber resuelto en horas un funcionario de la policía judicial. Más importante aún, en una eventual reforma de la Constitución, o de los Reglamentos de las Cámaras, es suprimir las comisiones de investigación: no tiene sentido un remedo de proceso en el que la verdad de lo sucedido se establece por el interés de una mayoría política interesada y cambiante.

Pero, en fin, es mejor sufrir la injusticia que cometerla, según propugna Sócrates en el Gorgias de Platón. Nada tiene que ver con el cinismo de algunas izquierdas, que apelan apocalípticamente a la ética democrática cuando las cosas no salen a su gusto.

 
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