La complejidad de la violencia en Siria

En los países occidentales no acabamos de hacernos cargo de la compleja situación de Siria. Se tiende a lamentar la brutal represión del ejército contra los rebeldes, y a exigir soluciones de paz, que China y Rusia no aprueban en el Consejo de Seguridad de la ONU, a pesar del empeño de la Liga Árabe.

Pronto se cumplirá un año del comienzo de las protestas populares contra el Gobierno de Bashar al Assad, que se ha saldado de momento con unas 5.000 muertes, según datos de Naciones Unidas. El ministro de exteriores francés, Alain Juppé, ofrecía recientemente cifras más altas: 6.000 muertos, incluidos 384 niños; 15.000 prisioneros; más de 15 000 refugiados políticos. Todo en once meses, y sin contar el uso de la tortura a gran escala y con un especial encono.

La intensa actividad diplomática –cierre de legaciones, llamada de embajadores a consulta- no parece hacer mella en Al Assad. La actitud de Rusia y China más bien le ha justificado en su represión, fortalecido por la incapacidad de llegar a un acuerdo en Nueva York, como se ha visto en la reciente visita del ministro de exteriores ruso a Damasco.

Muchas razones se han aportado estos días sobre la alianza de Putin y Medvedev con Assad. Se ha hablado de la base militar rusa en Tartus, en el Mediterráneo; de intereses económicos y comerciales mutuos; de la venta de armas, de cazas de combate e, incluso, de un portaaviones. Y, sobre todo, del gran interés en que el movimiento no afecte a la región del Cáucaso, donde existe un conflicto latente con los islamistas.

Porque una intervención militar extranjera en Siria –como se vio en los Balcanes, las palabras tienen que ceder a las armas si se quiere conseguir la paz‑ internacionalizaría el conflicto con una posible inmediata actuación bélica de Irán y de otros países del Oriente Medio. El jefe de la diplomacia rusa, Serguey Lavrov, reprocha a las potencias occidentales que defiendan sus propios intereses geopolíticos aprovechándose de la situación degradada que atraviesa Siria. Pero la Liga Árabe insiste en pedir cascos azules para la región.

Entretanto, quienes sufren por partida dobla en la zona son los cristianos. Como escribía Giorgio Bernardelli en La Bussola, el 7 de febrero, atrapados entre los fuegos, están tratando de escapar de la violencia que desangra la ciudad de Homs. La opción es prácticamente obligatoria, porque sus casas están siendo asaltadas, saqueadas, destruidas por las milicias populares. No se salvó la parroquia greco-melquita de Nuestra Señora de la Paz, ni las escuelas de los griegos ortodoxos. La única salida es buscar refugio en las montañas, o dirigirse hacia Damasco.

Los problemas no dependen sólo de los bombardeos del ejército sirio. Los cristianos sufren también la violencia de los islamistas que operan entre las fuerzas de la oposición al régimen. La realidad es más compleja de lo que parece, especialmente desde que los comités de coordinación revolucionarios declararon el 20 de enero la “Jihad”. Unos días después moría un sacerdote ortodoxo de Kafarbohom mientras prestaba ayuda a un herido. Son indicios de que puede repetirse en Siria el escenario de Iraq.

En cierto modo, tendría razón la postura rusa en la ONU de exigir en la declaración del Consejo de Seguridad una referencia expresa a la violencia de las fuerzas de la insurrección. Y no dejaría de ser paradójico que esa actitud, aun sin proponérselo directamente, jugase en beneficio de la población cristiana asentada pacíficamente en Siria desde tiempo inmemorial.

Occidente tiene que seguir batallando contra la represión, realmente escandalosa. Pero sin afirmaciones ingenuas, como las de la secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, cuando declaraba que el fracaso en la ONU no impediría a los Estados Unidos “apoyar las aspiraciones democráticas de la oposición”. La prudencia debe extremarse después de las declaraciones de apoyo del jefe de Al Qaeda Ayman Al Zawahiri.

 

Por lo demás, está por ver si las sanciones externas contra el régimen de Damasco no acabarán significando en la práctica un fortalecimiento de la dictadura. Menos aún cuando el Kremlin no quiere que se repitan decisiones como las que permitieron la intervención de la OTAN en Libia.

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