Contradicciones culturales del progresismo

El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski

         Parafraseo el título de un antiguo y lúcido examen de Daniel Bell sobre el capitalismo. Estos días, en Francia, se ha escrito que la invasión de Ucrania ha mostrado las imposturas de algunos líderes políticos en campaña hacia la presidencia de la república. Ante la magnitud de la tragedia, no cabe la mera retórica ni las componendas. Pero el problema es universal, como se comprueba también en España y en la menguada libertad de expresión en las universidades estadounidenses, por mor de lo políticamente impuesto, no ya correcto.

         Basta pensar en la rapidez con que la Unión Europea ha llegado a un consenso sobre la concesión de asilo a los que huyen de los bombardeos en Ucrania. Era impensable, a tenor de las dudas y vacilaciones, de los acuerdos y desacuerdos ante fenómenos en parte semejantes, como la guerra civil de Siria; o, en general, la llegada de pateras a las costas del Mediterráneo o de Canarias. Nadie se plantea hoy que los refugiados de Ucrania vayan a destruir identidades nacionales, que en realidad venía a ser un mito creado por los diversos populismos.

         Aunque algunos sigan aferrándose a enfoques ilusorios, nunca se justificó la tolerancia ante regímenes que destruían los derechos humanos, por muchos valedores que tuvieran en universitarios o periodistas occidentales. Basta pensar en la mitificación histórica de Tito o Castro; o en la presencia del Libro Rojo de Mao en las calles de París, cuando la Revolución cultural china producía tantas víctimas letales casi como el estalinismo.

         Más recientemente, han dado la espalda con facilidad ante la represión del régimen de Pekín y, más en concreto, el proceso de destrucción de la libertad en Hong Kong. La Unión Europea lo ponía entre paréntesis por exigencias financieras y comerciales, con la evidente satisfacción de buena parte de la izquierda, ciega ante el socialismo real que fagocitaba las libertades, no sólo formales, y encumbraba nuevas nomenklaturas a las que parecían aspirar ellos en occidente: era la superioridad moral que apoyaba y se apoyaba en Venezuela o Irán.

         Eco de esa mentalidad aparece estos días, cuando se destaca la extraña situación de François Fillon, ex primer ministro de Nicolas Sarkozy, y candidato fallido de la derecha a la presidencia de Francia, que se sienta en el consejo de administración del gigante petroquímico ruso Sibur. Se silencia en cambio la posición aún más comprometida en Rosneft y Nord Stream de Gerhard Schroeder, antiguo canciller socialdemócrata de Alemania, que no ocultó nunca su amistad personal con Vladimir Putin.

         En síntesis apretada, se puede decir que la Ilustración consolidó una fe en la razón inseparable del posterior progreso humano, científico, técnico. De ahí pasó al ámbito cultural y político, para amparar opciones de futuro –por tanto, no experimentadas ni experimentables, como habrían exigido los cánones científicos-, y demonizar como reaccionaria y retrógrada cualquier posición en sentido contrario. A pesar del fracaso de las repúblicas populares, sólo concedían legitimidad para forjar el porvenir social a las autodenominadas opciones de progreso: se aplicaba el juego de la dialéctica hegeliana. No quisieron ver en su día que la revolución industrial iba de la mano de la explotación del hombre por el hombre. Ni la inexorable alienación del hombre nuevo marxista privado del gran don de su libertad.

         Hasta las patronales han llegado a presentarse como progresistas, porque el empresario moderno optaría por parámetros culturales de apertura e innovación. Si el adjetivo popular pudo ser empleado en repúblicas de la órbita soviética y en partidos políticos de la derecha, ¿por qué no emplear todos el término progresista en su acción social pública? Aunque se hubiera convertido ya en una mera palabra para cortar y pegar, vacía de contenido.

         A mi juicio, el gran obstáculo de la construcción europea fue siempre la hipertrofia de la soberanía del Estado. Pero nada tiene que ver con la invasión prepotente de un país vecino, militarmente endeble. Putin quizá no sabe que, al amenazar a occidente con sus cabezas nucleares, viene a coincidir con la tesis de un pensador conservador como Álvaro D’Ors –eso sí, profundamente docto-: la bomba atómica haría inviable la soberanía del Estado, tal como la concibieron los modernos en el siglo XVI, como la pólvora había acabado con la nobleza feudal.

 
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato