Las crisis de Egipto y Siria se proyectan sobre el Líbano

La difícil encrucijada de Egipto afecta mucho a los Hermanos Musulmanes, que volvían a organizar el pasado viernes una protesta masiva contra la destitución del presidente Mohamed Morsi. Su postura es de rechazo a la oferta de cooperación del primer ministro interino, Hazem El-Beblaoui. La contrapartida obvia es la exclusión de los islamistas, como sucedía bajo el régimen de Mubarak.

Lo difícil es calibrar el apoyo internacional de otros países islámicos, como sucede en los demás conflictos de Oriente Medio. Aparte de Turquía y Túnez, casi nadie apoya al presidente derrocado. Las potencias occidentales aplauden con sordina, pero, salvo Estados Unidos, no concretan ayudas. Para salir de la grave crisis económica, El Cairo cuenta con Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y los Estados del Golfo. No se puede olvidar que, según el Programa alimentario mundial, la vulnerabilidad económica de la población egipcia ha empeorado desde la revolución de 2011: uno de cada dos habitantes es pobre o está en el umbral de la pobreza.

Pero la exclusión de los Hermanos Musulmanes agudiza el riesgo de una guerra civil, que podría desarrollarse como en Siria, en el caso improbable de que llegaran medios militares a los partidarios de Morsi. Para evitarlo, muchos esperan que el ejército devuelva enseguida el poder al pueblo, convocando elecciones. Previsiblemente volverían a ganar los islamistas, y estaría por ver si han comprendido la lección y aceptarían un gobierno de unidad nacional.

En cambio, un avance de la violencia –por fortuna, las masivas manifestaciones del último viernes se saldaron sin víctimas‑, podría consolidar la posición del ya fuerte ejército egipcio, que sigue contando con la ayuda de Estados Unidos, a pesar de las normas americanas que prohíben la asistencia financiera a regímenes salidos de un golpe de Estado. Al cabo, Tel Aviv ha presionado en ese sentido, pues cuenta con las fuerzas armadas egipcias para garantizar la seguridad en el Sinaí.

No se comprenden, en cambio, las promesas de Barack Obama a los rebeldes de Siria. El pasado viernes informaba al rey Abdulá de Arabia Saudita de que apoyaría al Ejército libre sirio. Pero resulta que dos tercios de los miembros del Consejo Supremo militar pertenecen a comandos donde los Hermanos Musulmanes ejercen máxima influencia. El relativo despotismo de Obama, que está limitando de hecho la libertad religiosa en Estados Unidos, parece hacerle olvidar que la democracia en esa región depende mucho de la superación del confesionalismo islamista y de la aceptación, si no de una laicidad inspirada en Occidente, sí de un pluralismo religioso al modo del Líbano.

Porque los proyectos de islamización de la sociedad, más o menos basados en las ideas del fundador de los Hermanos musulmanes, Hassan Al-Banna, muerto en 1949, conducen al retorno de la vigencia inmediata del Corán, como instrumento de regeneración social y política, algo incompatible con principios clásicos de la modernidad. El Islam no es la solución –como proclaman los Hermanos‑, sino el problema, por su confusión entre religión y política.

En ese contexto, la participación de Hezbollah en el conflicto sirio, el protagonismo islamista radical entre los rebeldes, y los consiguientes atentados en Beirut, hacen temer que se reproduzcan las condiciones que provocaron la prolongada guerra civil libanesa de 1975-1990. Se añade ahora la presencia de casi un millón de refugiados sirios, casi un tercio de la población del Líbano: son caldo de cultivo para el crecimiento de las milicias de Hezbollah.

Sin duda, la crisis siria irradia la región, con la división entre el campo chiíta pro-Assad, representado por Hezbollah, y la rebelión pro-sunita y salafista. En tierra de nadie, los cristianos sufren las negativas consecuencias de conflictos ajenos, mientras las potencias de Occidente manifiestan un gran desconcierto, entre la neutralidad y la implicación.

 
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