La crisis de Siria agrava el aislamiento de Turquía

Ocaso en Edirne, frontera entre Grecia y Turquía, después de otra jornada de duros enfrentamientos, con los refugiados de la foto atrapados entre las fuerzas del orden turcas y griegas
Ocaso en Edirne, frontera entre Grecia y Turquía, después de otra jornada de duros enfrentamientos, con los refugiados de la foto atrapados entre las fuerzas del orden turcas y griegas

Tras el retroceso popular en los últimos comicios municipales, y el militar en los frentes sirios, el presidente Recep Tayyip Erdogan está llevando a su país a una situación insostenible: su autoritarismo repercute cada vez más negativamente en sus relaciones con Europa y, en conjunto, amenaza la paz mundial. No es necesario insistir en el descenso de la popularidad del presidente, sobre todo en ambientes urbanos y cultos: se repite la historia de las dictaduras. La opinión pública, a pesar de la amplitud de la censura y las presiones sobre los medios, rechaza la manipulación autoritaria ejercida sobre  jueces y funcionarios.

La cínica decisión de prometer la apertura de sus fronteras para los refugiados, haciendo caso omiso de compromisos adquiridos con Bruselas desde 2016, intentó aprovechar en beneficio propio la evidente desunión entre los Estados miembros de la Unión Europea. Se produjo, además, en momentos especialmente dramáticos, ante el avance de la epidemia provocada por el coronavirus de origen chino.

Quizá no es el momento de replantear las relaciones económicas, comerciales, incluso deportivas, con Turquía: también porque existe un amplio margen de negociación, a favor de la sociedad civil y no de la clase dirigente. Sin olvidar los intereses de empresas españolas presentes en aquel país no sólo en el clásico sector del turismo, sino en proyectos de otra índole como la defensa, los transportes o la energía.

Pero, desde luego, el futuro se complica. Aunque Ankara y Moscú acaban de llegar a un acuerdo de alto el fuego en Siria, Erdogan se ha distanciado demasiado últimamente de sus aliados occidentales, y también de Rusia, por su actitud respecto del problema kurdo.

Nada contribuye el modo autoritario del presidente, capaz de llegar a soluciones próximas al chantaje. En su día, me referí al litigio entre las autoridades griegas y la minoría islámica –unas 150.000 personas- de Tracia occidental: como modo de presión, Erdogan reiteró la negativa a devolver al patriarcado ecuménico de Constantinopla la Escuela Teológica de la isla de Halki, clausurada por las autoridades civiles desde 1971.

El cinismo de los dirigentes de Ankara se ha manifestado ahora con el mensaje de que se abrían las puertas de Europa, para dejar libre paso a miles de refugiados procedentes de Siria y también de Afganistán y Pakistán. Hace dos años, el primer ministro turco afirmó durante su visita a España: “Estamos pagando un alto precio para proteger a Europa”. En realidad, pagaba Bruselas para evitar la inundación del viejo continente, dentro de la equitativa política migratoria protagonizada, sobre todo, por Alemania, con evidente coste político para la gran coalición en el poder.

Y Europa va a seguir pagando: mientras Charles Michel y Josep Borrell garantizaban el pago de los 2.800 millones de euros pendientes para atender a los refugiados, Erdogan decía no poder evitar el asedio de las fronteras. La policía griega debió actuar con energía para evitar los asaltos, a la vez que criticaba la pasividad e, incluso, el aliento de Turquía. Viene a la memoria aquella respuesta, con Gibraltar al fondo, a mitad del siglo pasado, del embajador de Londres en Madrid al ministro de la gobernación, que le preguntaba si debía enviar más efectivos; el diplomático contestó que mejor no enviar más manifestantes…

Algo semejante pediría, si tuviera voz, la población civil de la provincia de Idlib, donde viven unos 3,5 millones de personas, con casi un millón de desplazados. Allí, rusos e iraníes apoyan al ejército de Bashar el Asad, frente a Turquía y la OTAN, con la incertidumbre estadounidense. Erdogan no renuncia a su objetivo de instaurar una zona de seguridad al norte de Siria, para proteger su frontera. Se basa también en el deseo opaco de luchar contra el "terrorismo kurdo", modo oficial de negar el afán de independencia de un pueblo repartido entre diversos Estados del Oriente Próximo. De hecho, los kurdos sirios han sido aliados de occidente contra el Estado Islámico.

Entretanto, en Europa, con el resurgir de nacionalismos más o menos xenófobos, se aleja la posibilidad de adoptar una política común solidaria frente al dramático fenómeno de refugiados e inmigrantes ilegales. Y Erdogan se aprovecha, para conseguir más recursos económicos de Bruselas, mientras promete cerrar el Egeo al tráfico de seres humanos.

 
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