Cuando los talibanes se instalan en... Nicaragua

Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo.

He sentido cierta fatiga en días precedentes con tantos reportajes sobre la penosa situación de Afganistán un año después de la retirada de las tropas de Estados Unidos. Es una triste confirmación fáctica de la percepción casi unánime que se tuvo en 2021, tras la radical decisión del presidente Biden de abandonar a su suerte a aquel país del Asia central.

Quizá no era posible otra solución. Tampoco es fácil discernir en esos casos los límites del neocolonialismo y la defensa de los derechos humanos (universales, por mucho que occidente haya ido por delante en la vigencia y delimitación de esas libertades humanas básicas). Pero la ONU y las demás organizaciones internacionales encallan al intentar dilucidar los hechos, porque se interpone el gran fundamento moderno del Estado absoluto: la soberanía nacional.

Sólo dirigentes de países que siguen siendo absolutistas saltan con facilidad ese muro, también porque no suelen permitir que exista en la práctica una oposición democrática real que asegure el estado de derecho. Basta mencionar la decisión de Putin de hacerse por la fuerza con Crimea, continuada ahora –vista la casi inexistente reacción de las grandes potencias y la inoperancia del consejo de seguridad de la ONU, paralizado por el veto- en la guerra contra Ucrania. Algo semejante, aunque con otros matices, lleva adelante el presidente turco Erdogan contra los kurdos aprovechando el conflicto de Siria.

Más atadas tienen sus manos la ONU y la OEA ante el avance de las dictaduras americanas. En esta región, además, las posibles intervenciones de Estados Unidos se ven autolimitadas por la facilidad con que se esgrimen los fantasmas antiyanquis; son más fuertes aún que los sentimientos indigenistas, también acentuados y aprovechados en las luchas políticas, con evidente negación de la historia y de la realidad social de tantos lugares.

Y así avanzan y se consolidan dictaduras, que juegan con la ignorancia de sus pueblos, fomentada con la progresiva y violenta desaparición de la libertad de expresión: cierre de grandes diarios y de emisoras de radio y televisión, por violación del estado de derecho o, simplemente, por asfixia económica, al interferir negativamente en elementos necesarios como el papel-prensa...

Aunque desde lejos, siento la terrible imposición del sandinismo que, en su paroxismo, llega a acusar a cualquiera que se oponga como promotor del odio o la venganza. En las batallas ideológicas de los últimos tiempos no ha sido difícil observar cómo –jurídicamente- antiguas víctimas se han transformado en verdugos. La confusión entre libertades formales y reales juega hoy más bien a favor de la negación de la presunción de inocencia, con evidente riesgo de injusticia, más aún cuando se juzga en el acto, no en los tribunales, sino en las redes sociales. Pero me parece que Daniel Ortega ha llegado al colmo en Nicaragua, al acusar a la jerarquía católica de promover el odio social.

Los sucesos de estos días llevan a recordar la violencia de los sandinistas en el funeral de Ernesto Cardenal, fallecido en 2020 con 95 años: perturbaron la celebración con evidente saña, y evitaron que los periodistas gráficos pudieran realizar su trabajo. Cardenal fue ministro de cultura durante la revolución, y lo era cuando el papa Juan Pablo II visitó Nicaragua en 1983: le dijo personalmente que debía regularizar su situación; dos años después la Santa Sede decretó la suspensión a divinis (la revocó en 2019 el papa Francisco a petición suya y teniendo en cuenta su avanzada edad). Pero entretanto, como otros, se había opuesto firmemente a la deriva totalitaria de Ortega desde su vuelta al poder en 2007, y se convirtió en una de las bestias negras del régimen.

Un par de años después, en el contexto del homenaje que recibió en la Casa de las Américas de Madrid, expresó su desencanto ante la traición a los ideales revolucionarios: “Allí no hay nada de izquierda, nada de revolución, nada de sandinismo. Lo que hay es nada más corrupción y dictadura. Una dictadura fascista, familiar, de Daniel Ortega, su mujer y sus hijos”.

Curiosamente, presidió aquel accidentado funeral en la catedral de Managua, el cardenal nicaragüense Leopoldo Brenes; concelebraron el nuncio apostólico y el obispo de la diócesis de Matagalpa, Mons. Rolando Álvarez, quien predicó la homilía. Este, ahora, tras vivir asediado en su sede catedralicia, fue detenido y trasladado a la capital. Se podrían entender las tensiones de un obispo defensor de los derechos humanos con un poder totalitario. Pero no la permanente violencia contra los católicos, ni decisiones inéditas e increíbles como la expulsión del país de las misioneras de la caridad de la Madre Teresa.

 

Y es que resulta inevitable ahogar cualquier punto de referencia que evite la masificación inerme de la ignorancia, caldo de cultivo de dictaduras y oligarquías comunistas, desde La Habana a Caracas, o desde Moscú a Pekín.

Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato