Declive demográfico de China y Japón: escarmentar en cabeza ajena

Contenedores en un puerto en China.
Contenedores en un puerto en China.

Me refiero expresamente a China y Japón, porque son dos países significativos en envejecimiento de población: el primero, como consecuencia de una política terriblemente dictatorial; el segundo, por el mero discurrir de tradiciones culturales y costumbres sin contrapuntos políticos o jurídicos de entidad. Pero podía haberme referido al planeta en su conjunto.

    Lo ha recordado con precisión y finura Ignacio Aréchaga en su última entrada en el blog de Aceprensa. Evoca las batallas de los años sesenta, cuando lo bien visto era temer el “boom”, la superpoblación, la inhabitabilidad del planeta por exceso de vivientes... No faltaban avisos proféticos como los de Colin Clark o Alfred Sauvy, cuando estaba ya a la vista el auténtico crecimiento cero de la población alemana. Les dimos un justo eco en los primeros tiempos de Aceprensa, que ha cumplido ya sus primeros cincuenta años.

    Superados los terrores del año dos mil, los miedos colectivos se proyectan hoy más bien sobre las desgracias ambientales. Algunos señalan también el exceso de población como causa de problemas. Pero no parece determinante. En realidad, y por desgracia, la única “superpoblación” real en estos momentos es la carcelaria. No sé si Joe Biden cumplirá su promesa de suprimir las cárceles “privadas” –no afecta al problema de fondo-, ni si el ministro de justicia francés, Eric Dupond-Moretti, encontrará la también prometida solución para evitar que las prisiones del Hexágono tengan una ocupación del 120%: condiciones infrahumanas que han valido a Francia alguna sentencia condenatoria del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

    Comparaciones aparte, sean o no pertinentes, el declive demográfico limita el crecimiento económico y social, también en las naciones desarrolladas. El avance de China –siempre con la incertidumbre de la fiabilidad de sus datos estadísticos- se ha reducido notoriamente en 2020, y no sólo por las medidas drásticas contra el coronavirus. Los expertos alertan sobre el envejecimiento: la imposición política del hijo único ha calado más de lo debido en la población y, una vez derogadas las leyes que penalizan la maternidad, se confirma que el gran enemigo de la natalidad es el tránsito a una vida urbana llena de dificultades prácticas –alojamiento, educación- que desmotivan a los ciudadanos: los datos oficiales no se publicarán hasta abril, pero se estima que en 2020 sólo hubo unos doce millones de nacimientos, la cifra más baja de los últimos decenios.

    Curiosamente, aunque lo rústico se presenta idílicamente como más sano que la ciudad, no se confirma con el crecimiento de la esperanza de vida. En este punto, China se ha igualado con Estados Unidos: en torno a los 77 años. De ahí que Pekín se plantee seriamente retrasar la edad de la jubilación. Se calcula que a mediados de este siglo los mayores de 60 años serán la tercera parte de la población -actualmente no llega al 18%. Seguramente sucederá muy pronto, porque los dirigentes no tienen que dar razón democrática a sus ciudadanos, aunque exista una tendencia al incremento de las protestas sociales. Pero no se olvide, por ejemplo, que China no ha ratificado la convención internacional contra el  trabajo forzoso: buena parte de su “competitividad” en los mercados internacionales deriva de sus mínimos compromisos en el campo del derecho del trabajo y la seguridad social, uno de los pilares de la sociedad del bienestar en occidente.

    La ampliación del tiempo de vida laboral suele ir acompañada de la promulgación de leyes sobre eutanasia o suicidio asistido. No es el caso de Japón, a pesar de cuanto se ha escrito sobre el “harakiri” o los “kamikaze”. Ciertamente no hay un rechazo social ni religioso del suicidio. Pero la eutanasia no está legalizada, a pesar de que el país envejece año tras año. La cultura japonesa se caracteriza más bien por el “songenshi”, una especie de muerte digna, libre de dolor y angustia física: el rostro pacífico del difunto debe reflejar la calidad de los cuidados y la paz mental, su libertad profunda en el momento de transitar serenamente al otro mundo. Pero crece otro doloroso fenómeno: el de los “kodokushi”, muertos en solitario –más de 30.000 al año-, que se descubren mucho tiempo después del fallecimiento. Afecta sobre todo a mayores, y las proyecciones demográficas calculan que el porcentaje de personas de más de 65 años superará el 40% en 2050.

    Se trata de problemas reales, que el tiempo no cura: más bien, agrava. Los dirigentes políticos harían bien en dedicarles tiempo, para encontrar soluciones conformes con la tradición del viejo continente, plasmada en la carta de derechos fundamentales de la Unión Europea del año 2001.

 
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