La dictadura de Egipto puede ser mejor que su contrario

                        Hace unos días, tras las masacres cometidas por los yihadistas en Siria, el arzobispo Jacques Behnan Hindo, ordinario de la archieparquía sirio- católica de Hassake-Nisibis, manifestó públicamente su pesar: los contraataques propuestos por algunos países extranjeros ante la estrategia militar del Estado Islámico confirman las graves responsabilidades de Occidente en el desencadenamiento de los conflictos que desgarran Oriente Medio. “Con sus desastrosas políticas –explicó-, sobre todo los franceses y estadounidenses, con sus aliados regionales, han favorecido la escalada del Daesh (acrónimo árabe utilizado para describir al Estado islámico). Ahora al perseverar en el error, cometen errores estratégicos grotescos como el anuncio en los medios de comunicación de la 'campaña de primavera' para liberar Mosul y la obstinación en interferir con afirmaciones irrelevantes, en vez de reconocer que ha sido precisamente el apoyo que ellos han garantizado a los grupos yihadistas lo que nos ha llevado a este caos y ha destruido Siria, haciéndonos retroceder 200 años”.

                        La expresión es dura, pero sirve para entender por qué Egipto se aleja de Estados Unidos y se acerca a Rusia. Puede ser un relativo doble juego del presidente, pero manifiesta también el cansancio ante las reiteradas reticencias y acusaciones de Occidente por las limitaciones a los derechos humanos que ha impuesto el régimen. Probablemente, a la vista de la situación en Iraq, Siria y Libia, quizá las cancillerías europeas y el consejo de seguridad de la ONU deberían aceptar el status quo como un mal menor. Desde luego, para los cristianos de Egipto es una auténtica liberación, tras las amenazas y violencias sufridas por la acción de bandas más o menos ligadas a los Hermanos musulmanes y a las diversas corrientes yihadistas.

                        No se puede olvidar que los Hermanos musulmanes nacieron en Egipto de la mano de  Hassan al Banna en 1928. Su planteamiento era nítido: “El Corán es nuestra constitución, el Profeta es nuestro guía, la yihad es nuestro camino y la muerte en el nombre de Dios el objetivo”. Tras la derrocación del rey Faruk en 1952, los militares, aunque con características distintas a las de Atartuk en Turquía, han salvado al país del radicalismo, aun a costa de acciones represivas como la ejecución en 1966 del profeta del yihadismo moderno, Sayyid Qutb. El propio Ayman al-Zawahiri, el segundo de Osama, había nacido en El Cairo.

                        Por otra parte, la islamización de la capital egipcia –que podría haber alcanzado los dieciséis millones de habitantes‑ ha avanzado progresivamente, de la mano de la inmigración desde el campo. Se han impuestos hábitos rurales sobre los urbanos, por ejemplo, en el vestido femenino: hoy, casi el 90% de las mujeres usan el velo islámico (un 10% en los años sesenta) e, incluso, de ellas otro 10% lleva niqab, ese velo integral que les transforma en una especie de fantasmas negros.

                        En ese contexto, los sucesivos gobiernos militares, salvo el breve paréntesis de Mohamed Morsi, del 30 de junio 2012 al 3 de julio de 2013, han mantenido la coexistencia pacífica de los ciudadanos, junto con sus notorios privilegios económicos y sociales: el ejército es un auténtico Estado dentro del Estado, con un poder fáctico que a más de uno recuerda el de los antiguos faraones deificados.

                        Todo pareció cambiar hace cinco años, cuando el vendaval de la primavera árabe triunfaba en Midan Tahrir, a pesar de la represión policial (curiosamente, en Egipto, el odio a las fuerzas de seguridad no alcanza al ejército). Pero el pueblo egipcio se ha plegado a la necesidad de contar con un gobierno que mantenga el orden social y la convivencia pacífica de los ciudadanos, también de las minorías cristianas. Por eso, han aplaudido la intervención de la aviación egipcia contra las posiciones del Daesh en Derna y la invasión por tierra de tropas de asalto, tras la difusión de los vídeos sobre la masacre cometida en Libia contra cristianos egipcios.

                        Aparte del daño en sí, esas acciones terroristas pretenden alimentar tensiones entre la minoría cristiana y la mayoría musulmana en Egipto, para empujar al país a una guerra de religión. Pero no contaban con la firmeza del presidente Al Sisi contra los yihadistas nostálgicos del califato. Está en juego su legitimidad y la seguridad nacional, que no puede discriminar a las minorías cristianas. Tal vez por esto, ha contado desde el primer momento con el apoyo de las autoridades eclesiásticas.

                        “Cuando se silencia el disenso, se alimenta el extremismo violento", afirmó el presidente Obama en la reciente cumbre antiterrorista. No parecer compartir esa opinión el general Al Sisi, que acaba de promulgar una nueva ley para la represión del terrorismo: la amplitud de su definición legal permitirá de hecho acallar voces de la oposición liberal y no sólo de los miembros de los Hermanos Musulmanes.

                        Sin embargo –como lamenta el editorial del Washington Post, en su edición digital del 25 de febrero, para el presidente Obama y el secretario de Estado‑, John F. Kerry prevalece las exigencias de la seguridad y de la lucha antiterrorista sobre la promoción y defensa de los derechos humanos. La dictadura de Al Sisi puede ser mejor que su contrario, al menos, para las minorías cristianas.

 

También el Estado francés querría organizar el culto musulmán

                        Especialmente tras los últimos atentados, las autoridades francesas querrían asegurar que los musulmanes del país –crece el número de los que tienen la nacionalidad por nacimiento‑ se integrasen plenamente en la cultura republicana. No resulta fácil sortear el escollo de una confesión que no separa religión y política ante las exigencias de un Estado que se define constitucionalmente como laico.

                        Fue un avance en su día la constitución de un Consejo francés del culto musulmán, capaz de ser interlocutor del gobierno, como lo es la conferencia episcopal o el consejo hebreo. Pero para muchos esa institución es valorada como una manifestación de intervencionismo y no de espontaneidad: en el fondo, sería como si el Estado hubiera promovido un consejo cristiano común, sin tener en cuenta las diferencias entre católicos, protestantes, etc.; se olvidan las diversas tendencias dentro de los discípulos de Mahoma, a veces enfrentadas hasta la violencia física.

                        De otra parte, el espíritu de laicidad, que arranca de la ley de separación de 1905, con una inspiración netamente anticatólica, afecta hoy sobre todo a los musulmanes: por ejemplo, distan de ser pacíficas cuestiones como el velo islámico, los signos religiosos en contextos públicos neutrales, la separación por sexos en las piscinas municipales, la posibilidad de recusar a un médico de otro sexo, la aceptación civil de fiestas religiosas, el sacrificio ritual de animales, etc. Desde ahí, sin llegar a aceptar la prioridad de la sharía sobre la constitución republicana, se presiona para una redefinición de la laicidad que no pueda ser calificada en modo alguno como islamofóbica.

                        El actual ministro del interior francés, a quien corresponde garantizar las libertades públicas, sigue la estela de su predecesor, hoy primer ministro, Manuel Valls, que siempre manifestó especial cercanía con el Islam. Pero el problema es que no existe –como en la Iglesia católica‑ unidad entre quien preside a los fieles y les representa ante la autoridad pública. La inspiración de cada mezquita resulta más bien dependiente de la influencia de los países de origen de los inmigrantes de primera generación en Francia.

                        A pesar de eso, Bernard Cazeneuve espera que los musulmanes franceses se organicen en una instancia representativa común, y desea fomentar la formación de imanes francófonos, diplomados en la universidad, que prediquen los viernes en un buen francés. Para más de uno, se trata del viejo josefinismo, aplicado ahora a los fieles de Mahoma: “consolidar un Islam fiel a los valores de la República”. Porque la laicidad no sería hostil al Islam, sino el medio de que los musulmanes encentrasen su lugar propio en la República. Pero no se ve cómo va a contribuir a ese fin un nuevo consejo que se reuniría dos veces al año con el entorno del primer ministro.

                        El gobierno desea un diálogo lo más amplio posible, dentro del respeto a los valores de la República. Pero, en el fondo, impone a los musulmanes la necesidad de que se modernicen: el Estado –insiste Cazeneuve‑ no está llamado a organizar el culto musulmán, pero debe fijar objetivos y principios: uno de ellos es la formación universitaria de los imanes, como paso indispensable para reorganizar su presencia en prisiones, hospitales y cuarteles. Más ambiguas son las posiciones oficiales sobre la financiación de mezquitas por otros Estados, o sobre las ayudas municipales a lugares de culto musulmán.

                        En todo caso, el principal escollo sigue siendo la aceptación del principio de laicidad que, a juicio del ministro, es “el reconocimiento de la posibilidad de creer o no creer y, si se cree, poder elegir cada uno su religión mediante el ejercicio del libre arbitrio y la libertad de conciencia, lo que supondría que todas las religiones se ejercerían dentro del respeto riguroso de los valores republicanos”. De ahí su insistencia en afirmar que la laicidad no es un arma contra los musulmanes ni un principio de hostilidad contra la religión. Más bien sería “un principio de inclusión”, aunque actualmente –y la idea va contra la extrema derecha‑ habría un gran distancia “ente los republicanos laicos, que creen en la unidad de la comunidad nacional, y los que utilizan la laicidad para excluir y discriminar”.

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