La difícil construcción del espacio judicial europeo

Parlamento Europeo.
Parlamento Europeo

Pero las reticencias recientes sobre la euroorden en Bélgica o en Alemania hacen ver que el problema no radica en la diferencia de sistemas (el anglosajón frente al continental), sino en la pervivencia del apegamiento a la soberanía nacional, aunque no sea en términos radicales, identitarios. Quizá algunos se han vuelto escrupulosos como reacción al avance de los populismos. En cualquier caso, aplicar a la euroorden criterios propios de la clásica extradición, confirma que hay mucho camino por delante. Recuerdan la insólita negativa del tribunal de apelación de Pau en 2004 a aplicar la euroorden a miembros de Sagi.

Los Ministros de Justicia de la Unión Europea parecían entusiasmados hace poco con la creación de la fiscalía europea, centrada en la persecución de fraudes cometidos con respecto a los presupuestos económicos comunitarios. Nadie renuncia a seguir avanzando en la ampliación de un ordenamiento jurídico común a casi treinta países, en materias hasta ahora regidas por los derechos nacionales. Pero sería preciso acelerar el paso, pues el ámbito judicial se está quedando rezagado, con fórmulas arcaicas, incompatibles con la libre circulación de personas, capitales o mercancías.

Se trata de convertir en ordinario lo que en su día fue excepcional, fundado en la necesidad de desbloquear problemas planteados por delincuentes juzgados en rebeldía, o hacer más eficiente la lucha contra las bandas criminales de carácter internacional (más indispensable aún hoy, con el desarrollo de la ciberdelincuencia).

Pero apena comprobar lo difícil que resulta la armonización de procedimientos o la creación de instrumentos de cooperación en la investigación y persecución de actos delictivos. Las tradiciones jurídicas han evolucionado de modo diverso en los distintos países, y no es fácil ponerse de acuerdo para precisar el papel de fiscales o jueces de instrucción –basta pensar en la nonata reforma promovida en Francia por Macron tras una sentencia del Tribunal de Estrasburgo que no acaba de cumplirse-, o en cuanto a la valoración de los distintos medios de prueba.

Italia y España dieron un buen paso adelante en la construcción de ese espacio judicial europeo, con el tratado bilateral firmado en Roma el año 2000 para suprimir los trámites de extradición para los principales delitos: basta el exhorto de los jueces, para proceder a la entrega inmediata de los detenidos en casos de terrorismo, crimen organizado, narcotráfico, trata de personas o abusos de menores (posibles condenas superiores a cuatro años). Pero debería tenderse a la normalización de ese sistema en la persecución judicial de cualquier acción antijurídica.

Estos días, ante el anuncio de la disolución de ETA, no se puede olvidar –y agradecer de nuevo- la cooperación de Francia, policial y jurídica, a pesar de su tradición garantista de los derechos humanos y la amplitud histórica de su política de asilo: reconocimiento efectivo y ejecución de sentencias dictadas por delitos de terrorismo y tráfico de drogas, armas o personas. Aparte de los aspectos bilaterales, respondía a criterios comunitarios establecidos en el Consejo de Tampere en octubre de 1999, que luego se desarrollarían en la cumbre de Laeken, donde se aprobó el proyecto de euroorden. Muchos no son conscientes de la revolución que debería suponer la desaparición del control político de la extradición: cosa ya sólo de jueces.

En el fondo del debate está la resistencia a perder ese elemento decisivo de la soberanía del Estado que es la facultad de castigar. Pero Europa necesita cada día más ese espacio judicial común. Me parece lógico que el crimen global se combata con una policía global, y se juzgue por tribunales de justicia que apliquen también criterios globales.

 
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