La difícil transición del coloso chino

Pero tan importante para el futuro del mundo como esos comicios es la apertura, dos días después, del XVIII congreso del partido comunista chino, en el que se producirá el relevo del actual presidente, Hu Jintao. Lo previsto es que sea elegido Xi Jinping, vicepresidente y uno de los nueve miembros de la comisión permanente del partido, el gran núcleo del poder en China: hijo de un revolucionario histórico, es hombre de consenso entre las diversas facciones y grupos de intereses.

Luego, abandonará el poder en marzo de 2013 el primer ministro Wen Jiabao, nombrado viceprimer ministro en 1998 y número uno en 2003. No parece haber cumplido sus grandes promesas en materia de promoción social, reducción de las desigualdades o lucha contra la corrupción. Él mismo se ve envuelto estos días en un affaire lanzado desde las páginas de The New York Times, sobre el fabuloso enriquecimiento de sus parientes próximos. Después de analizar los datos de registros públicos y organismos reguladores, el diario concluye que la familia del líder chino, incluida su madre –de 90 años‑, controla una fortuna de más de dos millares de millones de euros.

La información ha sido desmentida por sus abogados. A la vez, el aparato estatal ha puesto los medios habituales para que la información no llegue al pueblo: bloqueo de las correspondiente páginas del periódico de Nueva York, veto de discusiones y búsquedas en las redes sociales, censura de las imágenes de BBC y CNN, etc.

El escándalo viene a unirse al de la familia de Bo Xilai, hijo de un compañero de Mao, preboste absoluto de la metrópolis de Chongqing, miembro hasta hace poco del buró político central del partido: condenada ya su mujer a cadena perpetua, él está pendiente de un proceso por corrupción y abuso de poder.

Al margen de esas situaciones, parece claro que han ido creciendo a lo largo de estos años las demandas de reforma política, también dentro del partido único. No faltan recalcitrantes como Xilai, que añoran a Mao, a pesar de la destrucción masiva que provocó con su revolución cultural. Pero la mayoría piensa en una transformación política prudente, semejante a la producida en el campo económico, que ofrece un balance más bien favorable. En cierto modo, se acabaría el “enriquecerse y callar”, que habría podido resumir la línea del PCC desde el comienzo de los noventa.

Ciertamente, la falta de garantías jurídicas y la insuficiente protección de derechos básicos o de exigencias ecológicas, facilita el crecimiento, a base también de ignorar patentes y de piratear la propiedad intelectual. Más de un empresario occidental observa con un asombro no exento de rabia la competencia ilegal de sus modelos plagiados por China. Aunque fue admitida en 2001 en la Organización Mundial del Comercio, no parece cumplir reglas del juego esenciales.

Se habla con insistencia –dentro de la opacidad radical de los procesos políticos en Pekín‑ de que el Congreso reducirá el número de miembros de la comisión permanente, volviendo a la situación anterior a 2002. Además, se concedería más competencia al buró político –la segunda línea del poder, con unas treinta personas‑, en temas fundamentales como propaganda o seguridad. Pero estas previsiones no contribuirían a los deseos de cambio, ya existentes en 2002, cuando Jiang Zemin –el represor de Tiananmen‑ fue sustituido por Hu Jintao y Wen Jiabao: la administración de justicia seguiría en manos del aparato del partido.

El problema político es justamente ése: establecer contrapesos que limiten el poder de partido y gobierno, para proteger los derechos humanos (la gran expectativa antes de las Olimpiadas de 2008, con la consiguiente decepción). No es cuestión de reformas “administrativas”, sino auténticamente políticas, según los anhelos expresados en la “blogosfera”, tras superar los cortafuegos gubernamentales. La gran incógnita es el modelo que propugnará Xi Jinping, el preconizado número uno de China. Se especula sobre su admiración –cuando era presidente de la Escuela central del partido en 2008‑ por el sistema de autoritarismo moderado vigente en Singapur, con una separación limitada de poderes y la admisión de pequeños partidos políticos que canalizan las insatisfacciones sociales.

Como en tantos otros países, la piedra de toque será la libertad religiosa. No merecerán crédito las reformas –si van adelante‑ mientras el Estado pretenda continuar controlando la vida de los creyentes, y siga obligando a sacerdotes y religiosos a acudir a “cursos de reeducación”.

 
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