El embudo de lo políticamente impuesto se proyecta sobre Hungría

Francia puede destruir una institución histórica como el matrimonio gracias a una mayoría parlamentaria socialista. Hungría, en cambio, resulta sospechosa por haber modificado su constitución, reafirmando, entre otros puntos, la condición heterosexual de la familia protegida por la ley. Aunque el partido socialista boicoteó la votación final, ésta se saldó con 265 síes, 11 noes y 33 abstenciones, dentro de una cámara con 386 representantes. Algunos comentaristas políticos se rasgan las vestiduras por la reserva o la inacción de los gobiernos europeos. Olvidan, quizá voluntariamente, que nada reguló sobre estos y otros puntos semejantes la carta social, pues son competencia de cada país.

Quienes me conocen, saben bien mi lejanía de enfoques democristianos o confesionales. No aplaudí en su día que la constitución húngara reconociera expresamente el papel del cristianismo como elemento de la identidad nacional. Pero me parece notorio fariseísmo acusar a Viktor Orban, el primer ministro, de socavar el Estado de derecho. Porque no se pueden invocar contra nadie derechos inexistentes en la tradición europea, como el derecho a un “matrimonio” homosexual, o la impunidad de la libertad de expresión, o una omnímoda independencia judicial por encima de las leyes vigentes.

Limitar el derecho a la información –respecto de difamaciones étnicas o religiosas‑ no significa necesariamente atacar a los periodistas; como rechazar el carácter matrimonial de las uniones gay no es discriminación por razón del sexo. Si no, también Angela Merkel y la CDU atentarían a la igualdad… ¿Acaso está la heterosexualidad en la familia a punto de convertirse en un crimen contra la humanidad?

Por otra parte, repasando informaciones de la prensa internacional, se descubren notorias confusiones, debidas quizá a la dificultad de la lengua magiar. Porque exigir que los anuncios electorales, pagados con fondos públicos, se emitan sólo en televisiones también públicas, puede ser una aberración –como toda financiación estatal de partidos y campañas‑, pero no supone, como se lee en un diario británico, que las informaciones sobre las campañas electorales se reservarán a los medios estatales.

Ciertamente, se han sucedido en Hungría excesivas reformas de su carta magna en un periodo de tiempo más bien corto. Reflejan quizá excesiva impaciencia y precipitación por parte de Fidesz, el partido mayoritario. Pero no se puede reprocharle, como criterio antijurídico, que incorporen a la constitución elementos básicos que reflejan claramente la posición de esa formación dominante. Entre otras razones, porque ganaron de modo abrumador las últimas elecciones prometiendo defender los valores esenciales de su país.

Tal vez no hubiera sido necesario establecer, respecto del Tribunal Constitucional, que las sentencias dictadas antes de la carta magna vigente no podrán considerarse precedentes. Pero ese criterio –de sentido común jurídico‑ no mina la independencia de la magistratura. Tampoco que la edad de jubilación se anticipe de los 70 a los 65 años, para separar a personas situadas en su día por el régimen comunista. Algo semejante hizo en España el primer gobierno de Felipe González, y nadie se rasgó las vestiduras, porque el franquismo no era ya defendible.

Tampoco se entiende mucho por qué establecer en el marco constitucional la prohibición a las personas sin techo de ocupar lugares públicos de modo permanente. Aunque la enmienda exija también al gobierno central y a los ayuntamientos procurar alojamientos para quienes carecen de hogar. Puede ser superfluo, pero no es una “criminalización del vagabundo”, como se ha escrito en la prensa española.

Después de haber leído el extenso libro de François Furet, El pasado de una ilusión, pensaba que la apelación al fascismo desaparecería del lenguaje democrático. Pero da la impresión de que los restos comunistas en la Europa central siguen empleándolo con injusta normalidad. Más penoso es que reciban pábulo en Occidente.

 
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