Una enfermedad de las democracias: el partidismo en la educación

Niños en el colegio.
Niños en el colegio.

Nadie discute ya el derecho de todos a la educación. De hecho, un país cierra el camino del subdesarrollo cuando alcanza la universalización de la enseñanza básica y erradica el analfabetismo. España lo había conseguido en torno a la ley general de educación de 1970, quizá la reforma escolar más importante del siglo XX, también porque eliminó la doble vía discriminatoria que se abría a los diez años entre enseñanza primaria y bachillerato.

Nadie discute tampoco el papel de la escuela pública en el proceso de escolarización universal, que garantiza el aprendizaje en cualquier rincón de un país. El Estado aplica legítimamente el principio de subsidiariedad: suple la iniciativa de padres y ciudadanos allí donde no pueden llegar. En la esfera educativa, la acción pública llegó al último pueblo de esa España hoy “vaciada”. Confieso mi pena al ver las ruinas de la escuela de Valvieja (serranía de Ayllón), donde fue maestro mi abuelo Frutos, al que no conocí: murió poco antes de mi nacimiento.

Pero la extensión de la cultura básica en un país democrático excluye aceptar el dirigismo ideológico desde la óptica del partido en el poder, o desde la presión inmoderada –como en Estados Unidos- de los sindicatos de profesores. Por poca alternancia democrática que exista, el sistema quedará herido por bandazos sin fundamento objetivo, que acabarán pagando los alumnos medios, como se viene comprobando a través de los informes PISA, y los diversos sistemas de evaluación de la enseñanza.

En la actualidad, el mayor dirigismo suele proceder de la izquierda no republicana, en el sentido histórico del término, no aplicable a Estados Unidos.

Allí el protagonismo y la imposición dependen mucho de los poderosos sindicatos de profesores, que suelen apoyar al partido demócrata. Dentro de la politización sindical del mundo anglosajón, comparten –si no inspiran- sus políticas intervencionistas; los republicanos son más liberales, en el sentido europeo de la expresión. El monolitismo ideológico de las unions está provocando contenciosos con las familias –agudizados hasta extremos impensables durante la pandemia-, y con no pocos profesores obligatoriamente afiliados.

Ha surgido una reacción, cada vez más activa, contra la conversión de las escuelas públicas en centros de adoctrinamiento. Existen amplios movimientos familiares que se proponen tener voz en lo que enseñan a sus hijos. No aceptan posturas como la de Terry McAuliffe, el ex gobernador de Virginia –candidato estos días a un nuevo mandato no consecutivo-, que declaraba en la campaña electoral: "No creo que los padres deban decir a las escuelas lo que deben enseñar".

Resultan así inevitables los conflictos en las juntas escolares, que dan lugar a situaciones paradójicamente embarazosas: no hace mucho, un padre preocupado por la formación de sus hijos planteaba la eliminación de algunos libros de la relación de lecturas obligadas. Leyó en voz alta el contenido demasiado gráfico e inapropiado de algunos párrafos, y fue interrumpido por otro miembro de la junta escolar, que le reprendió –paradojas de la vida- por usar en público un “lenguaje explícito” en materia sexual.

De todos modos, allí quizá el gran debate actual en materia de adoctrinamiento se refiere a la teoría crítica de la raza, y su insistencia en que todos los americanos son perpetuas víctimas o maléficos opresores, simplemente por el color de la piel. Si no se desactiva esa bomba, puede ser mucho más letal para los Estados Unidos que fracasos públicos como los derivados de la debilidad en política internacional, desde Guantánamo a Kabul.

Cuando pase el tiempo, estos debates parecerán arcaicos, como los vividos en su día con la pugna entre la enseñanza de la evolución o el creacionismo. Pero tienen idéntico denominador común en términos de un intervencionismo estatal cuasirreligioso, incompatible con la constitución y las tradiciones estadounidenses.

 

Deberíamos escarmentar en cabeza ajena. “No es eso”, habrá que repetir con el Ortega republicano contra la II República. Sobre todo, reiterar a los dirigentes que actúen de veras dentro del gran pacto de Estado que se plasmó en el artículo 27 de la Constitución vigente.

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